31 jul 2013

La muerte de Jane Seymour

El nacimiento de un príncipe


Jane Seymour y su hijo Eduardo

La reina Jane se retiró a su cámara a fines de septiembre. Luego, la tarde del 9 de octubre, la reina se puso de parto. Estaba tendida en los apartamentos reales recién reacondicionados en Hampton Court,. La agonía de Jane no terminó pronto, como tampoco la del país que esperaba. Al cabo de dos días una solemne procesión recorría la ciudad para "orar por la reina que estaba entonces de parto". Finalmente, a las dos de la mañana del día siguiente, 12 de octubre, nació el niño. 
El niño fue bautizado con el nombre de Eduardo, por su bisabuelo, pero más en particular porque era la víspera de San Eduardo. Antonio de Guaras se enteró de que el rey lloró al tomar al hijo en sus brazos.

A pesar de la duración del parto el bebé no nació por cesárea, como se rumoreó luego. La operación se conoce desde tiempos antiguos; probablemente su nombre deriva de la ley romana, la lex Caesarea, respecto del sepelio de mujeres que morían mientras estaban embarazadas (no por el nacimiento de Julio César, como a veces se sugiere). Pero por entonces era impensable que una mujer sobreviviera a ella.

El futuro Eduardo VI

Entretanto, todo el mundo, o así parecía, se volvió loco de júbilo. Los Te Deum, las fogatas, los barriles que rebosaban vino para los pobres, siempre dispuestos a "beber hasta que quedasen tendidos", las campanas que sonaban de la mañana a la noche en cada iglesia, el ruido de los cañones —2.000 dispararon desde la torre— que las ahogaban, todo eso puede imaginarse.


El bautismo, el 15 de octubre, fue suntuoso. En ausencia de la marquesa de Dorset en Croydon, Gertrude marquesa de Exeter llevó al bebé, asistida con su preciosa carga por su esposo y el duque de Suffolk. La cola de su manto fue levantada por el conde de Arundel, hijo de Norfolk. Entre los caballeros de la cámara privada que sostenían el dosel sobre la cabeza del bebé estaba su tío, Thomas Seymour. María actuó como madrina del niño que al fin ocupaba su lugar como heredero del trono inglés. El 18 de octubre, el bebé fue proclamado príncipe de Gales, duque de Cornualles y conde de Carnavon.


La muerte de una reina
En aquellos tiempos, la fiebre puerperal era la causa mas común de muerte en mujeres embarazadas, ya que el tratamiento y limpieza no eran adecuados. La cantidad de mujeres que morían de fiebre puerperal tras el parto en esa época es imposible de precisar; las estimaciones varían del diez al treinta por ciento. 

Semmelweis fue un personaje del siglo XIX que descubrió un método para prevenir la fiebre puerperal 

El hecho de que un tercio de las esposas del rey murieran de esa manera, sin embargo, destaca el hecho de que el privilegio no significaba protección. Por el contrario, las mujeres de la realeza y aristocráticas tenían más peligro en ese sentido que las mujeres del pueblo. Dar el pecho protegía en parte a estas últimas de los reiterados embarazos, mientras que las mujeres aristocráticas, con sus infantes con casas enteras para cuidarlos además de las amas de cría, debían volver a la tarea de proporcionar otros herederos tan pronto como fuera posible. 

Jane se debatió por un tiempo y la tarde del 23 su chambelán, lord Rutland, anunció que estaba levemente mejor gracias a "una evacuación natural". Pero la mejoría no duró. 

Detalle de Jane Seymour en el mural de Whitehall

Pronto comenzó delirar y a la mañana siguiente mando a llamar a su confesor. La reina Jane murió a medianoche el 24 de octubre, sólo doce días después del nacimiento de su hijo. Tenía veintiocho años y había sido reina de Inglaterra menos de dieciocho meses. Las mismas iglesias que habían celebrado el nacimiento con tal entusiasmo estaban ahora cubiertas de crespones. Misas solemnes por el reposo de "el alma de nuestra muy bondadosa reina" reemplazaron los jubilosos Te Deum. Como el rey Enrique le dijo al rey de Francia, que lo felicitaba por el nacimiento de su hijo: "La divina providencia ha mezclado mi alegría con la amargura de la muerte de la que me trajo esta felicidad".


El sepelio de la reina Jane estaba previsto para el 12 de noviembre. Mucho antes de esa fecha ya que se había discutido la cuestión de una nueva reina. De manera fría, Cromwell procedía a revisar la posibilidad de una princesa francesa, una vez más. 



Enteramente amada
Esto no implica que el pesar del rey no fuera sincero. El rey Enrique quedó con un recuerdo sentimental permanente de una joven mujer pálida y dócil que había sido la esposa perfecta. La recordaría el resto de su vida y continuaría visitando nostálgicamente el hogar familiar de ella en Wolf Hall, donde había comenzado el romance de ambos. En su último testamento, Jane Seymour fue ensalzada como su "verdadera y amante esposa"

 
Enrique VIII, Jane y Eduardo. 

El rey Enrique dejó los arreglos para el sepelio de la reina Jane, según su costumbre, al duque de Norfolk, como conde mariscal, y a sir William Paulet, tesorero de la casa. El rey se "retiró a un lugar solitario para atender sus penas". Los funcionarios mandaron llamar al heraldo de la Jarretera "para estudiar los precedentes", ya que, si bien tenían cierta experiencia en el sepelio de reinas anteriores, una reina "buena y legal" no había sido enterrada desde Isabel de York, hacía casi treinta y cinco años. 


Primero el cerero "hizo su tarea" de embalsamamiento, luego el cuerpo de la reina fue "emplomado, soldado y encajonado" por los plomeros. Después, damas y caballeros de luto, con pañuelos blancos que caían sobre su cabeza y hombros , mantuvieron una guardia perpetua en torno del ataúd real en "una cámara de presencia" iluminada por veintiuna velas hasta el 31 de octubre, vigilia de Todos los Santos, cuando la capilla de Hampton Court y la gran cámara y las galerías que conducían a ella fueron cubiertas por crespones y "decoradas con ricas imágenes". El ataúd, tras ser perfumado con incienso, fue llevado en procesión de antorchas a la capilla, donde el heraldo Lancaster, en voz alta, pidió a los presentes que "por su caridad" rogaran por el alma de la reina Jane.

Tumba de Jane Seymour

Un monumento magnífico se planeó para la tumba que el rey pensaba compartir con la reina Jane en la plenitud del tiempo: debía haber una estatua de la reina reclinada como en el sueño, no en la muerte, y debían haber niños sentados en los ángulos de la tumba, con canastas de las que surgieran rosas rojas y blancas de jaspe, cornelina y ágata, esmaltadas y doradas. 


Las propias joyas de la difunta reina, incluidas cuentas, bolas y "tabletas" fueron distribuidas entre sus hijastras y las damas de la corte (María fue la principal beneficiaria). Cadenas y broches de oro fueron para los hermanos de la reina, Thomas y Henry Seymour. Pero los bienes y la dote de la reina Jane volvieron a ser del rey. 




Bibliografia
Fraser, Antonia: Las Seis Esposas de Enrique VIII, Ediciones B, Barcelona, 2007.

Mary Seymour, la hija de Catalina Parr y Thomas Seymour


Retrato de un pequeño niño o bebe que cuelga en la sala de niños del castillo de Sudeley. No se sabe quien es. ¿Sera Mary Seymour? Fuente de imagen: http://tudorqueen6.wordpress.com

Embarazo
El rey Enrique VIII murió en las primeras horas de la mañana del 28 de enero de 1547. El pesar de la reina Catalina Parr sin duda era sincero. Ahora ella era la reina viuda de Inglaterra, pero hasta que se casara su hijastro Eduardo seguía siendo la primera dama del país. 

Thomas Seymour se acercaba a los cuarenta y era unos cuatro años mayor que la reina viuda. Dotado de encanto e inteligencia, tenía además un buen físico. La fecha exacta de la boda de lord Thomas Seymour y la reina viuda no se sabe con exactitud: es probable que a fines de mayo. El período de luto de una reina viuda tenía un fin práctico: era posible que la viuda de un rey estuviera embarazada de él, por eso no debía casarse hasta que el asunto se hubiera resuelto, no fuera que hubiese dudas acerca de la paternidad del hijo póstumo. En aquel caso, dada la suposición general de la infertilidad de la reina Catalina después de tres matrimonios sin hijos, la cuestión era más de principio que de genuina expectativa de algún milagroso vástago real.

En Pentecostés de 1548, la reina Catalina Parr estaba embarazada de casi seis meses; dada su condición, a Seymour pudo haberle parecido natural buscar diversión en otra parte. Este tomo la costumbre de entrar en el dormitorio de Isabel Tudor, la segunda heredera en orden de sucesión al trono. 


Carta de la reina viuda. Fuente de imagen: http://tudorqueen6.wordpress.com/

El temor a la peste llevó a la reina Catalina de Chelsea a su finca de Hanworth en junio de 1547. Desde allí intercambio cartas alegres sobre el tema de su avanzado embarazo con su esposo. "Entiendo que mi hombrecito "sacude su campana", escribía Seymour, refiriéndose a la noticia del movimiento de su hijo. "Deseo que Vuestra Alteza mantenga al pequeño bribón tan delgado con vuestra buena dieta y las caminatas que sea tan pequeño que pueda salir de una ratonera". Catalina respondía con el mismo tono: "Di a vuestro pequeño bribón vuestra bendición, que como un hombre honesto se movió antes y después. Porque Mary Odell que estaba en la cama conmigo puso su mano sobre mi vientre para sentirlo moverse. Se movió estos tres días cada mañana y cada noche de modo que confió en que cuando vengáis os divertirá". 


Catalina Parr, madre de Mary.



La sala de niños en Sudeley
Más tarde, ese mismo mes, la reina se retiró al castillo de Sudeley, en Gloucestershire, donde pensaba dar a luz; iba con ella lady Jane Grey. La presencia de la pequeña, inteligente y solemne, brindaba solaz a la reina, ahora que la princesa Isabel, su compañera durante los dos últimos años, no estaba con ella. 


La sala de niños en Sudeley

Sudeley estaba en una de las partes más bellas de Inglaterra y tenía que ver con la realeza desde la época del rey Ethelred el Lento. Pero el castillo donde se alojó la reina Catalina había sido construido a mediados del siglo XV. Enrique VIII y Ana Bolena lo visitaron una semana en julio de 1535, en el último año de su matrimonio. Pero el momento en que el rey Eduardo otorgó Sudeley a su tío, se encontraba en el estado de abandono en que caían fácilmente los castillos. Pero Seymour estaba decidido a mantenerlo en buenas condiciones. 


Castillo de Sudeley. En el ventanal izquierdo se encuentra el lugar donde Mary paso sus primeros días. 

Muchos de los arreglos para la propia reina fueron complicados preparativos para la sala de los niños. Ese niño recibiría algún día una sustancial herencia, tanto del padre como de la madre; también sería primo hermano del rey por parte del padre, ya que Thomas Seymour había sido el hermano de la reina Jane, la madre del rey Eduardo. Para ese infante se instalaron tapices que ilustraban los doce meses del año, un sillón cubierto de tela de oro, almohadones del mismo material y una cama dorada. Una cámara interior contenía otros tapices, vajilla costosa y una rica cuna con tres almohadones de pluma y un edredón. 


Thomas Seymour, padre de Mary

El 30 de agosto, la reina Catalina se puso de parto. Nació una niña. Le pusieron Mary por la hijastra de la reina, aunque fue lady Jane Grey la que ofició como madrina. Pero la reina Catalina había caído, como la reina Jane antes que ella, gravemente enferma de fiebre puerperal. Murió el 7 de septiembre, seis días después del nacimiento de su hija.

Infancia
La niña Mary Seymour siguió viviendo un tiempo. La proscripción y ejecución de su padre "codicioso, ambicioso, sedicioso", en marzo de 1549, puso fin a las perspectivas de Mary como gran heredera, ya que sus propiedades fueron confiscadas por la corona. Llevó la vida de una pobre niñita real, cuyo rango como "hija de la reina" (como siempre se la conoció) exigía una pompa para la cual no había dinero. 

En consecuencia, Mary Seymour vivió bajo el cuidado de Katherine, duquesa de Suffolk. La duquesa no trataba de ocultar que los innumerables servidores que se consideraban necesarios para la niñita eran una gran carga para ella. Primero, su parloteo incesante la volvía loca, y luego el coste era terrible: "Mis oídos no soportan esas voces, pero mis arcas mucho menos", como dijo con su habitual estilo cáustico. Las 500 libras requeridas para el hogar de Mary ascendería a aproximadamente 100.000 libras esterlinas, o 150.000 dólares hoy en día. La duquesa de Suffolk tenía razón en no estar satisfecha con esa obligación. Había muchas personas que se habían beneficiado de la generosidad de Catalina Parr. Pero ninguno de ellos movió ni un dedo para ayudar a la bebe. 


Katherine Willoughby, duquesa de Suffolk

En una carta de queja de la duquesa Katherine a su amigo William Cecil, ésta se refería con pena a los cubiertos de plata en "la sala de niños de la hija de la reina" en 1548. Al año siguiente la duquesa manifestó que no podría mantener esos gastos mucho más tiempo sin una pensión que la ayudara. Traspasaría la onerosa casa al tío materno de Mary, William, marqués de Northampton, salvo que él estuviera igualmente golpeado por la pobreza: "Teniendo una espalda tan mala para tal carga como tengo yo". El hecho de que la duquesa Katherine estuviera dispuesta a cuidar a la niña pero no a "su séquito", indica su bondad con la huérfana misma, no así con sus criadas. 

Una ley del Parlamento levantó la condena a Mary Seymour el 21 de enero de 1550. Mary aún vivía ese verano, en vísperas de su segundo cumpleaños, pero no hay registros posteriores ni de su vida ni de su muerte. No se puede probar la historia del siglo XVIII de que Mary se casó con cierto Edward Bushel y dejó descendientes de nombre Johnson y Drayton. Una rica "hija de la reina" que viviera hasta la edad adulta, en 1560-1670, no habría escapado a la observación. Cabe suponer que la maldición de la época, la muerte en la infancia, puso fin a la breve y triste vida de Mary Seymour.

Ella pudo haber sido enterrada en Lincolnshire, cerca de Grimsthorpe, una finca perteneciente a la duquesa de Suffolk. Sin embargo, también es increíble que la muerte de la única hija de la última consorte de Enrique VIII y prima del rey Eduardo VI haya pasado desapercibida. 


Bibliografia
Fraser, Antonia: Las Seis Esposas de Enrique VIII, Ediciones B, Barcelona, 2007.

16 jul 2013

La muerte de Catalina de Aragón

La agonía



Poco antes del nacimiento de la princesa Isabel, Catalina había sido trasladada al palacio Buckden, en Huntingdonshire. No era un ambiente desagradable. Pero la reina Catalina no se consolaba con su nuevo entorno. Desde Buckden mantenía su furioso rechazo del nuevo título. 

En mayo de 1534, Catalina se había movido por fin a una casa nueva, Kimbolton en Huntingdonshire. Estaba a tan sólo cuatro kilómetros de Buckden, pero, a pesar de su proximidad, su situación era mejor, ya que se encontraba al oeste, en un terreno ligeramente más alto. El castillo de Kimbolton había sido construido sólo sesenta años antes por la viuda del primer duque de Buckingham, pero se hallaba en un estado de gran deterioro. La reina Catalina no había deseado trasladarse allí. 


Kimbolton


No todos los contactos con el exterior había sido eliminados. Los dos médicos españoles de Catalina, primero el doctor Fernando Vittoria y luego el doctor Miguel da Sá no sólo atendían su salud, sino que de vez en cuando podían comunicarse con Chapuys. Los frailes observantes hacían visitas a los distintos lugares de su cautiverio, en apariencia para oír las confesiones de sus damas y caballeros; en realidad estaban en condiciones de transmitir mensajes. Privada de sus anteriores magníficas posesiones, vivía rodeada principalmente de objetos religiosos.

A lo largo de otoño de 1535 el estado de la reina Catalina se fue deteriorando. Para Navidad se informó de que estaba muy grave. Pero en la corte, las tradicionales celebraciones de Año Nuevo fueron alegres, en particular para la reina Ana.

Catalina mejoró a principios de 1536, lo suficiente como para recibir al fiel embajador Chapuys, que se apresuró a viajar a Kimbolton, como hizo también María de Salinas. Esta vez nadie los detuvo. Por supuesto, María, la hija de Catalina, seguía muy lejos: no se podía esperar la merced del rey al respecto. Es dudoso que Catalina aceptara alguna vez esa separación, como tampoco dejó nunca de amar al hombre al que aún consideraba su esposo. Pero instaba a María a evitar las disputas en la medida de lo posible.


La última carta al rey
Catalina no tuvo fuerzas suficientes para escribirle una última carta al rey por su propia mano: le dictó el texto a una de sus damas. Al final seguía preocupada por el bienestar espiritual de él. La carta empezaba con un conmovedor toque de admonición conyugal: 

"Mi más querido señor, rey y esposo, la hora de mi muerte se acerca...no puedo elegir, pero por el amor que siento por vos debo advertiros de vuestra salud del alma, que deberiais preferir a todas las consideraciones del mundo o de la carne. Por las cuales me habéis arrojado a muchas calamidades, y a vos mismo en muchas dificultades". Pero si el tono era el de una esposa, ¿quién puede culparla? Además, era demasiado tarde para las iras del rey, para sus órdenes desaforadas, para que ella no se despidiera...Y en todo caso: "Os perdono todo, y ruego a Dios que haga lo mismo".

La muerte de Catalina de Aragón


Luego le encomendaba a "María nuestra hija" al rey, rogándole que fuera un padre para ella. El destino de sus doncellas restantes —"no son más que tres"— y su necesidad de dotes matrimoniales la inquietaban y deseaba que todos sus servidores tuvieran la paga de un año aparte de lo que les correspondía. Según la ley inglesa, como mujer casada no podía hacer testamento, aunque se le permitía dejar una lista de súplicas a su esposo. Pero son sus palabras finales a Enrique VIII lo más conmovedor: "Finalmente, hago este juramento, que mis ojos os desean por encima de todas las cosas. Adiós".

La mejoría fue breve. Los dolores de la reina eran tan intensos que no podía comer ni beber, pero pudo decirle a Chapuys cuánto significaba para ella su visita: sería un consuelo morir en sus brazos y no "totalmente abandonada como un animal". Cuando Chapuys cabalgó de regreso a Londres en la mañana del 6 de enero, confiaba en que ella se recuperaría, aunque fuera brevemente. 


Muerte inminente 



Pero esa noche la reina tuvo una recaída. María de Salinas se quedó con ella al marcharse Chapuys, y fue la que sostuvo a su señora. Al caer la noche, la reina aún pudo peinarse y atarse el pelo sin la ayuda de sus criadas. Pero cuando pasaron las horas de la noche, le pidió a su médico, don Miguel da Sá, que le dijera la verdad.

Él respondió con franqueza: "Señora, debéis morir" "Lo se", fue la respuesta de la reina. Sin embargo, Catalina insistió en que se obedecieran las normas canónicas negándose a que dijeran misa por ella antes del amanecer. La reina recibió el sacramento al llegar el amanecer. 

Era el 7 de enero de 1536. Catalina de Aragón tenía poco más de cincuenta años. Murió en los brazos de María de Salinas, que podía recordar a la infeliz princesa en poder de Enrique VII. Su cuerpo fue puesto en la capilla de Kimbolton y velado por las tres damas de la casa, Blanche e Isabel de Vargas y Elizabeth Darrell, así como por la propia María de Salinas.


Casi de inmediato empezaron a difundirse rumores de que el rey Enrique había envenenado a la reina Catalina. Y sin embargo, extrañamente, la autopsia realizada por el cerero del castillo reveló una excrecencia redonda, grande y negra en el corazón que era en sí misma "completamente negra y terrible". El hombre halló todos los otros órganos internos perfectamente sanos. De hecho, un especialista de fines del siglo XIX señaló que Catalina murió de una forma de cáncer —sarcoma melanótico— entonces imposible de diagnosticar para su médico; el tumor en el corazón era casi seguramente secundario, y el cerero no habría visto el núcleo principal.


Sepelio


Catedral de Peterborough en la actualidad


La elección del sitio para sepultar a Catalina que hizo al fin el rey, fue la antigua y hermosa catedral de Peterborough, a unos treinta kilómetros del castillo de Kimbolton. El ataúd descasó la noche de su traslado ceremonial en la abadía de Swatrey. Obviamente, la procesión atraería menor atención allí en las tierras del interior, que por ejemplo camino de San Pablo; aun así, la gente del campo se apiñó al borde del camino para ver pasar el ataúd de su buena reina Catalina. 

Eleanor Brandon

La principal persona del duelo nombrada por el rey fue su joven sobrina, Eleanor Brandon. Además, un grupo de pobres de negro con capucha llevaban velas negras para dar a la ocasión la dignidad apropiada a la difunta Catalina de Aragón.


Pero era la dignidad que le correspondía a una princesa viuda, no a una reina. Por esa razón Chapuys se negó a asistir. "Ellos no piensan sepultarla como reina", escribió Chapuys con disgusto. Siguiendo órdenes del rey, las armas de Gales, no las de Inglaterra, se esculpieron junto a las de España. 

Reacción en la corte
La noticia llegó a la Corte dentro de las veinticuatro horas del día 8 de enero. "No se podía concebir", informó Chapuys con disgusto, "la alegría que este rey y los que favorecen el concubinato han demostrado [con la muerte de Catalina]". Enrique exclamó: "¡Alabado sea Dios que somos libres de toda sospecha de guerra!" mientras el padre de Ana y su hermano, Wiltshire y Rochford, se centraron en los problemas internos, diciendo "que era una pena que [María] no le hiciera compañía [a la madre]".

Enrique y Ana después de enterarse de la muerte de Catalina, serie The Tudors. Nota: en esta imagen solo Ana va vestida de amarillo cuando, según el informe de Chapuys, Enrique iba completamente engalanado de amarillo a excepción de la pluma blanca de su gorra.


El día siguiente era domingo, cuando la procesión del rey iba a oír misa en la Capilla Real. Ese domingo se convirtió en un carnaval para la celebración de la muerte de Catalina. El rey vestía ostentosamente: "Enrique estaba vestido todo de amarillo, de pies a cabeza, excepto la pluma blanca que tenía en el sombrero" E Isabel, que estaba con sus padres para las fiestas de Navidad, fue exhibida como un trofeo, siendo "llevada a misa con trompetas y otros grandes triunfos"Entonces, después de haber cenado, Enrique fue a los apartamentos de Ana y "entró en la habitación donde las damas bailaron...". La besó, la abrazó y se echó a reír. "Por fin mando a llamar a Isabel y, llevándola en sus brazos, la mostró primero a uno y luego a otro." 


Al rey Enrique VIII, según la leyenda popular, no le pareció tan dolorosa la noticia de la muerte de Catalina. Aunque en una biografía del siglo XVII, se dice que el rey lloró con la última carta de Catalina: ambas historias pueden haber sido ciertas. 


Casi inmediatamente se impuso la avaricia real. El convento franciscano favorito de Catalina no recibiría sus mantos: el rey decidió que sus miembros ya poseían suficiente; tampoco debían asistir al funeral. En cuanto a su sepultura en San Pablo eso costaría más "de cuanto se requería o era necesario". El rey también se negó a cumplir las otras peticiones de su ex esposa en cuanto a ropa o propiedades hasta que él hubiera visto "cómo eran los mantos y las pieles".


Años después


María I, hija de Enrique VIII y Catalina

El estilo del funeral de Catalina fue poco prometedor y disgusto al fiel embajador Chapuys. Su hija trató de compensar eso al final de su breve reinado. La reina María I dejó instrucciones en su testamento para que el cuerpo de "mi más estimada y bienamada madre de feliz memoria" fuera trasladado de Peterborough tan pronto como fuera posible después de su propio sepelio y puesta a su lado; "tumbas o monumentos honorables" debían proporcionarse "para un recuerdo decente de nosotras". Pero su sucesora, la reina Isabel I, no creyó oportuno alentar tal conjunción de las reinas católicas, como tampoco se ocupó de la memoria de su propia madre.

Estatua de Catalina en Alcalá de Henares


En 1725 la tumba de Catalina necesitaba una restauración; un prebendado de la catedral la pagó de su propio bolsillo, así como una pequeña placa de bronce. La lápida desapareció en el curso del no tan sentimental siglo XVIII y se cree que formó parte de la glorieta del deán. Una vez más, la época victoriana demostró ser más caritativa. Fue la importante restauración de la catedral, que se inició en 1891, lo que condujo a la adecuada instalación de un respetuoso monumento conmemorativo. Cuando se colocó el suelo de mármol del coro, y sus bases fueron aseguradas, se descubrió la bóveda que contenía el ataúd de la reina. 

Luego se colocó una losa de mármol irlandés sobre su tumba, en el pasillo del presbiterio, fuera del santuario, con sus armas, las granadas y una cruz. Las banderas eran las que ella hubiese deseado: las de infanta de Castilla y Aragón y de reina consorte de Inglaterra, obsequio de otra princesa extranjera casada con un hombre que se convertiría en rey de Inglaterra: María de Teck, esposa de Jorge V. En letras doradas sobre su tumba se lee (una vez más como ella hubiese deseado): "Catalina, reina de Inglaterra".


El 29 enero de 1986, cuatrocientos cincuenta años después de su sepelio, los ciudadanos de Peterborough pusieron esta placa: UNA REINA AMADA POR EL PUEBLO INGLÉS POR SU LEALTAD, PIEDAD, CORAJE Y COMPASIÓN. 

Es raro no encontrar en la tumba de la reina flores frescas. Nada se sabe de aquellos que en el curso de los años han realizado ese conmovedor acto de respeto. Pero cabe suponer razonablemente que, sea cual sea su fe religiosa, están de acuerdo con esa estimación del carácter de Catalina de Aragón: leal, pía, valerosa y compasiva.




Bibliografia
Fraser, Antonia: Las Seis Esposas de Enrique VIII, Ediciones B, Barcelona, 2007.

Starkey, David: Six Wives, Harper Perennial, Nueva York, 2003.

La muerte de Ana de Cleves



Últimos años
El rey Enrique VIII había muerto, el rey Francisco I murió dos meses más tarde, a fines de marzo de 1547. Carlos V se retiró voluntariamente del gran escenario, cuando renunció a su corona en favor de su hijo Felipe; murió como monje, tres años más tarde. El rey Eduardo murió también, en julio de 1553. María Tudor, la infeliz hija de Enrique y Catalina, lo sucedió en el trono: se casó con su primo Felipe de España, al año siguiente. Mientras se sucedían estos acontecimientos, una reliquia del pasado seguía viviendo, lady Ana de Cleves. Ella fue testigo de los hechos que derribaron cabezas en Inglaterra durante el reinado de Eduardo VI.



El 30 de septiembre de 1553, Ana de Cleves viajaba en un coche con lady Isabel en la coronación de la triunfante reina María. Como muchas viudas (en cierto sentido Ana lo era, ya que la muerte de Enrique la había dejado sin protector) se obsesionó por el dinero y los sirvientes. Sus frecuentes cartas al Consejo durante el reinado del rey Eduardo se convirtieron en una lúgubre letanía.



Una vez que María subió al trono, Ana de Cleves intentó incluso reivindicar su largamente sepultado matrimonio con Enrique VIII para hacerlo declarar "legítimo" y así gozar del trato, en especial en el ámbito económico, de una reina viuda. A lady Ana simplemente se le dijo que el Consejo tenía muchos otros asuntos urgentes que atender. 



Ana solía enviar cartas implorantes, como la que sigue, fechada en agosto de 1554, dirigida a la reina María y a su esposo. Ana describía que deseosa estaba de "cumplir con mi deber y ver a Vuestra Majestad y al rey [Felipe]", mientras les deseaba a ambos "mucha alegría y felicidad, con incremento de hijos para gloria de Dios, y para la preservación de vuestras prósperas posesiones". Firmaba: "Desde mi pobre casa en Hever, a la orden de Vuestra Alteza, Ana, la hija de Cleves".



Para el Consejo inglés, por otra parte, Ana de Cleves era una desagradecida que se quejaba sin cesar de un modo de vida que era bastante pródigo, en opinión de los consejeros. Además, ni siquiera era una inglesa nativa. Cuando lady Ana se quejó de que las pensiones para sus sirvientes no habían sido pagadas en el verano de 1552, el Consejo le comunicó que el rey Eduardo estaba en expedición y había "resuelto que no lo molestaran con pagos" en ese lapso. Cuando se decidió que el rey debía tomar posesión de Bletchingly, que pertenecía a lady Ana, a cambo de Penshurst, el arreglo le fue simplemente comunicado a ésta. 


Hever

Al mismo tiempo, los ingleses tenían razón en que lady Ana vivía en un boato considerable. Se le cedió el palacio de Richmond hasta su muerte. Penshurst, era un palacio envidiable. El de Hever, que era otro castillo con conexiones con los Bolena, en Kent. Otro palacio en Kent, Dartford, le fue otorgado a cambio de tierras en Surrey. 


Richmond


Muerte
Finalmente, a Ana de Cleves se le permitió que usara Chelsea Manor, aquel "palacio" pequeño pero delicioso donde Thomas Seymour había cortejado a Catalina Parr. Fue allí donde cayó enferma en la primavera de 1557 y donde pasó sus últimos meses. Murió el 16 de julio de 1557. Ana, la hija de Cleves, estaba en su cuadragésimo segundo año de vida. No vivió para ver el ascenso de Isabel, la niña a la que había mimado, el 17 de noviembre de 1558.


Dado el curso lento de la enfermedad de lady Ana, se cree que el cáncer pudo ser una causa probable de su muerte. En realidad, había superado la expectativa de vida de su sexo. Ana de Cleves sobrevivió diez años a Enrique VIII, el hombre con el que estuvo casada seis meses. 



Testamento
La última voluntad y testamento de Ana de Cleves justificaba plenamente la reputación que le atribuía Holinshed en sus Chronicles: "Una buena ama de casa y muy generosa con los sirvientes". Primero ella pedía a sus albaceas que fueran "buenos lores y señores" con sus "pobres" empleados. Seguía una lista sumamente larga de solicitudes; todas las gentiles damas de su cámara privada eran recordadas por el nombre, tanto su compatriota Katherine Chayre como las numerosas inglesas, e incluso las lavanderas y la "madre Lovell por su cuidado de nosotros en esta hora de enfermedad". Luego el doctor Symonds era recompensado "por su gran trabajo y sus esfuerzos"; sus caballeros, como sus damas, se enumeraban en detalle, hasta los "hijos de la casa" y los camareros, que recibieron 20 chelines cada uno.


A la reina María se le pedía que se ocupara de que los "pobres sirvientes" recibieran su justa recompensa, mientras que a lady Isabel le dejaba algunas joyas con la esperanza de que tomara a una de sus "propias criadas", llamada Dorothy Curson. Sus personas más queridas, como su hermano el duque Guillermo, su hermana soltera Amelia y Katherine, duquesa de Suffolk, recibieron varios anillos de rubíes y diamantes. 



Sepelio
El funeral tuvo lugar el 4 de agosto, y su cuerpo fue transportado por el río de Chelsea a Charing Cross la noche antes y, luego, a la abadía de Westminster. La procesión, iluminada por cien antorchas, iba totalmente enlutada, desde los heraldos y sus caballos hasta los limosneros con sus trajes negros nuevos para la ocasión.

Abadía de Westminster

En la puerta de la abadía, los que montaban a caballo se apearon y "la buena dama", es decir, el cadáver en su ataúd, fue recibido por el lord abad y el obispo de Londres, que lo perfumaron con incienso. Fue colocado entre el altar y el coro, pintado con sus armas y el lema de la casa de Cleves, "Spes mea in Deo est", debajo de un dosel de terciopelo negro. En cada esquina, los heraldos sostenían banderas: de la Trinidad, de la Virgen María, de san Jorge y de santa Ana. 


Tumba de Ana de Cleves en la abadía de Westminster

Al día siguiente, en la misa de réquiem, el papel de deudo principal estuvo a cargo de otra conexión con el pasado real, Elizabeth Seymour, hermana de la difunta reina Jane. El texto del sermón elegido por el predicador, el abad de Westminster, fue el de Dives y Lázaro: al comentar la gula de Dives, exhortó a los fieles a "enmendar vuestras vidas mientras tengáis tiempo".



Posteriormente se dispuso una bella tumba de mármol negro y blanco para Ana de Cleves en la abadía de Westminster, de estilo griego, "ejecutada con maestría". Un nativo de Cleves, Theodore Haevens, ministro en Caius College, Cambridge, que diseñaba para el doctor Keys, pudo haber sido el autor. Dos hileras de paneles decoraban los lados de la tumba. La hilera superior contenía medallones con las iniciales A.C. rematadas por una corona ducal (por Cleves). La hilera inferior revelaba una serie de calaveras, con huesos cruzados, sobre un fondo negro. De esa manera adecuadamente sombría fue conmemorada la cuarta esposa de Enrique VIII.




Bibliografia
Fraser, Antonia: Las Seis Esposas de Enrique VIII, Ediciones B, Barcelona, 2007.