Poco antes del nacimiento de la princesa Isabel, Catalina había sido trasladada al palacio Buckden, en Huntingdonshire. No era un ambiente desagradable. Pero la reina Catalina no se consolaba con su nuevo entorno. Desde Buckden mantenía su furioso rechazo del nuevo título.
En mayo de 1534, Catalina se había movido por fin a una casa nueva, Kimbolton en Huntingdonshire. Estaba a tan sólo cuatro kilómetros de Buckden, pero, a pesar de su proximidad, su situación era mejor, ya que se encontraba al oeste, en un terreno ligeramente más alto. El castillo de Kimbolton había sido construido sólo sesenta años antes por la viuda del primer duque de Buckingham, pero se hallaba en un estado de gran deterioro. La reina Catalina no había deseado trasladarse allí.
Kimbolton
No todos los contactos con el exterior había sido eliminados. Los dos médicos españoles de Catalina, primero el doctor Fernando Vittoria y luego el doctor Miguel da Sá no sólo atendían su salud, sino que de vez en cuando podían comunicarse con Chapuys. Los frailes observantes hacían visitas a los distintos lugares de su cautiverio, en apariencia para oír las confesiones de sus damas y caballeros; en realidad estaban en condiciones de transmitir mensajes. Privada de sus anteriores magníficas posesiones, vivía rodeada principalmente de objetos religiosos.
A lo largo de otoño de 1535 el estado de la reina Catalina se fue deteriorando. Para Navidad se informó de que estaba muy grave. Pero en la corte, las tradicionales celebraciones de Año Nuevo fueron alegres, en particular para la reina Ana.
Catalina mejoró a principios de 1536, lo suficiente como para recibir al fiel embajador Chapuys, que se apresuró a viajar a Kimbolton, como hizo también María de Salinas. Esta vez nadie los detuvo. Por supuesto, María, la hija de Catalina, seguía muy lejos: no se podía esperar la merced del rey al respecto. Es dudoso que Catalina aceptara alguna vez esa separación, como tampoco dejó nunca de amar al hombre al que aún consideraba su esposo. Pero instaba a María a evitar las disputas en la medida de lo posible.
La última carta al rey
Catalina no tuvo fuerzas suficientes para escribirle una última carta al rey por su propia mano: le dictó el texto a una de sus damas. Al final seguía preocupada por el bienestar espiritual de él. La carta empezaba con un conmovedor toque de admonición conyugal:
"Mi más querido señor, rey y esposo, la hora de mi muerte se acerca...no puedo elegir, pero por el amor que siento por vos debo advertiros de vuestra salud del alma, que deberiais preferir a todas las consideraciones del mundo o de la carne. Por las cuales me habéis arrojado a muchas calamidades, y a vos mismo en muchas dificultades". Pero si el tono era el de una esposa, ¿quién puede culparla? Además, era demasiado tarde para las iras del rey, para sus órdenes desaforadas, para que ella no se despidiera...Y en todo caso: "Os perdono todo, y ruego a Dios que haga lo mismo".
La muerte de Catalina de Aragón
Luego le encomendaba a "María nuestra hija" al rey, rogándole que fuera un padre para ella. El destino de sus doncellas restantes —"no son más que tres"— y su necesidad de dotes matrimoniales la inquietaban y deseaba que todos sus servidores tuvieran la paga de un año aparte de lo que les correspondía. Según la ley inglesa, como mujer casada no podía hacer testamento, aunque se le permitía dejar una lista de súplicas a su esposo. Pero son sus palabras finales a Enrique VIII lo más conmovedor: "Finalmente, hago este juramento, que mis ojos os desean por encima de todas las cosas. Adiós".
La mejoría fue breve. Los dolores de la reina eran tan intensos que no podía comer ni beber, pero pudo decirle a Chapuys cuánto significaba para ella su visita: sería un consuelo morir en sus brazos y no "totalmente abandonada como un animal". Cuando Chapuys cabalgó de regreso a Londres en la mañana del 6 de enero, confiaba en que ella se recuperaría, aunque fuera brevemente.
Pero esa noche la reina tuvo una recaída. María de Salinas se quedó con ella al marcharse Chapuys, y fue la que sostuvo a su señora. Al caer la noche, la reina aún pudo peinarse y atarse el pelo sin la ayuda de sus criadas. Pero cuando pasaron las horas de la noche, le pidió a su médico, don Miguel da Sá, que le dijera la verdad.
Él respondió con franqueza: "Señora, debéis morir" "Lo se", fue la respuesta de la reina. Sin embargo, Catalina insistió en que se obedecieran las normas canónicas negándose a que dijeran misa por ella antes del amanecer. La reina recibió el sacramento al llegar el amanecer.
Era el 7 de enero de 1536. Catalina de Aragón tenía poco más de cincuenta años. Murió en los brazos de María de Salinas, que podía recordar a la infeliz princesa en poder de Enrique VII. Su cuerpo fue puesto en la capilla de Kimbolton y velado por las tres damas de la casa, Blanche e Isabel de Vargas y Elizabeth Darrell, así como por la propia María de Salinas.
Casi de inmediato empezaron a difundirse rumores de que el rey Enrique había envenenado a la reina Catalina. Y sin embargo, extrañamente, la autopsia realizada por el cerero del castillo reveló una excrecencia redonda, grande y negra en el corazón que era en sí misma "completamente negra y terrible". El hombre halló todos los otros órganos internos perfectamente sanos. De hecho, un especialista de fines del siglo XIX señaló que Catalina murió de una forma de cáncer —sarcoma melanótico— entonces imposible de diagnosticar para su médico; el tumor en el corazón era casi seguramente secundario, y el cerero no habría visto el núcleo principal.
Catedral de Peterborough en la actualidad
La elección del sitio para sepultar a Catalina que hizo al fin el rey, fue la antigua y hermosa catedral de Peterborough, a unos treinta kilómetros del castillo de Kimbolton. El ataúd descasó la noche de su traslado ceremonial en la abadía de Swatrey. Obviamente, la procesión atraería menor atención allí en las tierras del interior, que por ejemplo camino de San Pablo; aun así, la gente del campo se apiñó al borde del camino para ver pasar el ataúd de su buena reina Catalina.
Eleanor Brandon
La principal persona del duelo nombrada por el rey fue su joven sobrina, Eleanor Brandon. Además, un grupo de pobres de negro con capucha llevaban velas negras para dar a la ocasión la dignidad apropiada a la difunta Catalina de Aragón.
Pero era la dignidad que le correspondía a una princesa viuda, no a una reina. Por esa razón Chapuys se negó a asistir. "Ellos no piensan sepultarla como reina", escribió Chapuys con disgusto. Siguiendo órdenes del rey, las armas de Gales, no las de Inglaterra, se esculpieron junto a las de España.
La noticia llegó a la Corte dentro de las veinticuatro horas del día 8 de enero. "No se podía concebir", informó Chapuys con disgusto, "la alegría que este rey y los que favorecen el concubinato han demostrado [con la muerte de Catalina]". Enrique exclamó: "¡Alabado sea Dios que somos libres de toda sospecha de guerra!" mientras el padre de Ana y su hermano, Wiltshire y Rochford, se centraron en los problemas internos, diciendo "que era una pena que [María] no le hiciera compañía [a la madre]".
Enrique y Ana después de enterarse de la muerte de Catalina, serie The Tudors. Nota: en esta imagen solo Ana va vestida de amarillo cuando, según el informe de Chapuys, Enrique iba completamente engalanado de amarillo a excepción de la pluma blanca de su gorra.
El día siguiente era domingo, cuando la procesión del rey iba a oír misa en la Capilla Real. Ese domingo se convirtió en un carnaval para la celebración de la muerte de Catalina. El rey vestía ostentosamente: "Enrique estaba vestido todo de amarillo, de pies a cabeza, excepto la pluma blanca que tenía en el sombrero" E Isabel, que estaba con sus padres para las fiestas de Navidad, fue exhibida como un trofeo, siendo "llevada a misa con trompetas y otros grandes triunfos". Entonces, después de haber cenado, Enrique fue a los apartamentos de Ana y "entró en la habitación donde las damas bailaron...". La besó, la abrazó y se echó a reír. "Por fin mando a llamar a Isabel y, llevándola en sus brazos, la mostró primero a uno y luego a otro."
Al rey Enrique VIII, según la leyenda popular, no le pareció tan dolorosa la noticia de la muerte de Catalina. Aunque en una biografía del siglo XVII, se dice que el rey lloró con la última carta de Catalina: ambas historias pueden haber sido ciertas.
Casi inmediatamente se impuso la avaricia real. El convento franciscano favorito de Catalina no recibiría sus mantos: el rey decidió que sus miembros ya poseían suficiente; tampoco debían asistir al funeral. En cuanto a su sepultura en San Pablo eso costaría más "de cuanto se requería o era necesario". El rey también se negó a cumplir las otras peticiones de su ex esposa en cuanto a ropa o propiedades hasta que él hubiera visto "cómo eran los mantos y las pieles".
María I, hija de Enrique VIII y Catalina
El estilo del funeral de Catalina fue poco prometedor y disgusto al fiel embajador Chapuys. Su hija trató de compensar eso al final de su breve reinado. La reina María I dejó instrucciones en su testamento para que el cuerpo de "mi más estimada y bienamada madre de feliz memoria" fuera trasladado de Peterborough tan pronto como fuera posible después de su propio sepelio y puesta a su lado; "tumbas o monumentos honorables" debían proporcionarse "para un recuerdo decente de nosotras". Pero su sucesora, la reina Isabel I, no creyó oportuno alentar tal conjunción de las reinas católicas, como tampoco se ocupó de la memoria de su propia madre.
Estatua de Catalina en Alcalá de Henares
En 1725 la tumba de Catalina necesitaba una restauración; un prebendado de la catedral la pagó de su propio bolsillo, así como una pequeña placa de bronce. La lápida desapareció en el curso del no tan sentimental siglo XVIII y se cree que formó parte de la glorieta del deán. Una vez más, la época victoriana demostró ser más caritativa. Fue la importante restauración de la catedral, que se inició en 1891, lo que condujo a la adecuada instalación de un respetuoso monumento conmemorativo. Cuando se colocó el suelo de mármol del coro, y sus bases fueron aseguradas, se descubrió la bóveda que contenía el ataúd de la reina.
Luego se colocó una losa de mármol irlandés sobre su tumba, en el pasillo del presbiterio, fuera del santuario, con sus armas, las granadas y una cruz. Las banderas eran las que ella hubiese deseado: las de infanta de Castilla y Aragón y de reina consorte de Inglaterra, obsequio de otra princesa extranjera casada con un hombre que se convertiría en rey de Inglaterra: María de Teck, esposa de Jorge V. En letras doradas sobre su tumba se lee (una vez más como ella hubiese deseado): "Catalina, reina de Inglaterra".
El 29 enero de 1986, cuatrocientos cincuenta años después de su sepelio, los ciudadanos de Peterborough pusieron esta placa: UNA REINA AMADA POR EL PUEBLO INGLÉS POR SU LEALTAD, PIEDAD, CORAJE Y COMPASIÓN.
Es raro no encontrar en la tumba de la reina flores frescas. Nada se sabe de aquellos que en el curso de los años han realizado ese conmovedor acto de respeto. Pero cabe suponer razonablemente que, sea cual sea su fe religiosa, están de acuerdo con esa estimación del carácter de Catalina de Aragón: leal, pía, valerosa y compasiva.
Bibliografia
Fraser, Antonia: Las Seis Esposas de Enrique VIII, Ediciones B, Barcelona, 2007.
Starkey, David: Six Wives, Harper Perennial, Nueva York, 2003.
pobre catalina murio y nadie casi la recordo que pena su majestad la reina catalina
ResponderEliminarInteresante
ResponderEliminarFue una reina muy valiente y querida por todos
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