El amor del rey por Ana Bolena comenzó muy repentinamente, es probable que en la atmósfera jovial del Carnaval de 1526. Enrique tenía treinta y cinco años y hacía diecisiete que estaba en el trono, la mitad de su vida. Pero si bien de edad madura para la época, el rey seguía poseyendo un entusiasmo de muchacho. Seguía siendo enérgico, apuesto, atlético antes que corpulento. Una miniatura de Enrique VIII pintada en esa época muestra cierta rotundez en sus rasgos, y sin duda el sombrero oculta la línea del cabello en retroceso. Sin embargo, cinco años después todavía el embajador veneciano lo describía como con "una cara como de ángel" (aunque su cabeza era ya "calva como la de Cesar"); "nunca se vio a un personaje más alto o de aspecto más noble", escribió otro observador.
La violencia de la pasión de Enrique VIII por la camarera de su esposa queda patente en las cartas amorosas que le escribió a Ana, todas de su puño y letra. En realidad, la existencia de las cartas es en sí una prueba de pasión, ya que al rey le disgustaba mucho escribir y son pocas las manuscritas por él que han sobrevivido, con excepción de las breves notas a Wolsey. Pero la ausencia de Ana en la corte, de vez en cuando y por diversas razones, le resultaba intolerable y lo impulsaba a escribir.
La violencia de la pasión de Enrique VIII por la camarera de su esposa queda patente en las cartas amorosas que le escribió a Ana, todas de su puño y letra. En realidad, la existencia de las cartas es en sí una prueba de pasión, ya que al rey le disgustaba mucho escribir y son pocas las manuscritas por él que han sobrevivido, con excepción de las breves notas a Wolsey. Pero la ausencia de Ana en la corte, de vez en cuando y por diversas razones, le resultaba intolerable y lo impulsaba a escribir.
Ana Bolena
La realidad era que Enrique VIII ya no se interesaba en una solución para la sucesión basada en el matrimonio de su hija y en la eventual sucesión de su hijo político (o nieto). El secreto de su relación con Ana Bolena pronto concluiría. Porque Ana, la "morena" caprichosa y fascinante, no sería otra Bessie Blount, mucho menos otra Mary Boleyn, a la que rápida y fácilmente se seducía para casarla luego de manera vulgar. Enrique planeaba un destino más solemne para Ana.
En mayo de 1527, Enrique VIII quería el divorcio de su reina. Si bien en general se emplea la palabra divorcio lo que en realidad buscaba el rey no era un divorcio en sentido moderno del término, en que se reconoce que un matrimonio ha tenido lugar antes de su disolución. Deseaba una declaración de que su matrimonio con Catalina era inválido (en términos actuales, Enrique pretendía una anulación).
En este punto debemos tener en cuenta que el divorcio no era entonces en modo alguno una perspectiva tan impensable, ni un suceso extraordinario como se supone a veces. Todavía muy reciente en la memoria estaba el hecho de que Luis XII se había librado de su primera esposa, Juana de Francia, para casarse con Ana de Bretaña y anexionar las tierras de la heredera a las propias.
Las consecuencias dramáticas del divorcio de Enrique VIII de Catalina de Aragón —su relación con la Reforma Protestante Inglesa— han tendido a enmascarar el hecho de que tal divorcio bien habría podido realizarse de manera comparativa indolora si ciertas circunstancias hubiesen sido diferentes. Una de esas circunstancias fue sin duda la dominación que ejercía sobre el papado el sobrino de Catalina, Carlos V. Pero otra fue la coincidencia de dos mujeres de un carácter inesperadamente de hierro en escena.
No es seguro el momento exacto en que el rey empezó a tener los escrúpulos de conciencia respecto de su matrimonio con Catalina que le hicieron cuestionar su validez.
Una versión sugiere que el rey Enrique empezó a preocuparse por algunas observaciones de su confesor, John Longland, obispo de Lincoln. Es difícil creer que un sacerdote tan íntimamente relacionado con el rey haya planteado de pronto el tema. Nicholas Harpsfield, que escribió durante el reinado de la hija de Catalina, afirma haberse enterado por el capellán de Longland que fue el rey el que abordó a Longland "nunca cesaba de instarlo", y no a la inversa. No obstante, de acuerdo con esta versión, en algún momento previo a mayo de 1527, el rey tuvo la inspiración de consultar el texto del Levítico (20:21). Leyó un versículo que afirmaba explícitamente que lo que había hecho al casarse con Catalina iba en contra de la ley de Dios: "Si uno toma por esposa a la mujer de su hermano, es cosa impura, pues descubre la desnudez de su hermano". Y luego, el castigo de Dios por violar la ley se expresa de manera explícita: "Quedarán sin hijos".
Supongamos que el comienzo de todo fue así: que la insatisfacción del rey por su condición de monarca sin hijo varón, se había atenuado al punto de la aceptación con los años, volvió a encenderse en vista de su pasión por la joven (y presumiblemente núbil) Ana Bolena.
Hay una anécdota según la cual la reina Catalina jugaba a las cartas con Ana y otras damas. En un momento de la partida, la reina indicó una carta y comentó mordaz: "Vos no pararéis hasta que tengáis a vuestro rey, señora Ana". La historia puede ser cierta o no. Si es cierta, entonces se trata de una de las pocas ocasiones en que la controlada reina Catalina se permitía un comentario irónico sobre los acontecimientos que rápidamente la estaban atrapando.
En este punto debemos tener en cuenta que el divorcio no era entonces en modo alguno una perspectiva tan impensable, ni un suceso extraordinario como se supone a veces. Todavía muy reciente en la memoria estaba el hecho de que Luis XII se había librado de su primera esposa, Juana de Francia, para casarse con Ana de Bretaña y anexionar las tierras de la heredera a las propias.
Las consecuencias dramáticas del divorcio de Enrique VIII de Catalina de Aragón —su relación con la Reforma Protestante Inglesa— han tendido a enmascarar el hecho de que tal divorcio bien habría podido realizarse de manera comparativa indolora si ciertas circunstancias hubiesen sido diferentes. Una de esas circunstancias fue sin duda la dominación que ejercía sobre el papado el sobrino de Catalina, Carlos V. Pero otra fue la coincidencia de dos mujeres de un carácter inesperadamente de hierro en escena.
No es seguro el momento exacto en que el rey empezó a tener los escrúpulos de conciencia respecto de su matrimonio con Catalina que le hicieron cuestionar su validez.
Una versión sugiere que el rey Enrique empezó a preocuparse por algunas observaciones de su confesor, John Longland, obispo de Lincoln. Es difícil creer que un sacerdote tan íntimamente relacionado con el rey haya planteado de pronto el tema. Nicholas Harpsfield, que escribió durante el reinado de la hija de Catalina, afirma haberse enterado por el capellán de Longland que fue el rey el que abordó a Longland "nunca cesaba de instarlo", y no a la inversa. No obstante, de acuerdo con esta versión, en algún momento previo a mayo de 1527, el rey tuvo la inspiración de consultar el texto del Levítico (20:21). Leyó un versículo que afirmaba explícitamente que lo que había hecho al casarse con Catalina iba en contra de la ley de Dios: "Si uno toma por esposa a la mujer de su hermano, es cosa impura, pues descubre la desnudez de su hermano". Y luego, el castigo de Dios por violar la ley se expresa de manera explícita: "Quedarán sin hijos".
Supongamos que el comienzo de todo fue así: que la insatisfacción del rey por su condición de monarca sin hijo varón, se había atenuado al punto de la aceptación con los años, volvió a encenderse en vista de su pasión por la joven (y presumiblemente núbil) Ana Bolena.
Hay una anécdota según la cual la reina Catalina jugaba a las cartas con Ana y otras damas. En un momento de la partida, la reina indicó una carta y comentó mordaz: "Vos no pararéis hasta que tengáis a vuestro rey, señora Ana". La historia puede ser cierta o no. Si es cierta, entonces se trata de una de las pocas ocasiones en que la controlada reina Catalina se permitía un comentario irónico sobre los acontecimientos que rápidamente la estaban atrapando.
Pero su verdadera importancia es la idea que nos da de la red doméstica en que los tres, la reina, el rey y "su dama", estaban envueltos. Era una corte en la que Enrique, según Campeggio, besaba abiertamente a Ana "y la trataba en público como si fuese su esposa"; sin embargo oficialmente seguía casado con la reina Catalina, que en teoría presidía esa corte. Ana tenía ahora sus propias habitaciones y sus propias damas.
La obstinación de la reina
El cardenal Campeggio llegó a Londres el 7 de octubre. Fue grande el júbilo de Enrique y Ana. El embajador español se enteró de que se estaban haciendo preparativos para la boda: "Tanto el rey como su dama, me aseguran, consideran cierto su futuro matrimonio, como si el de la reina ya se hubiese disuelto". Al mismo tiempo, había un estado de ánimo público tempestuoso respecto a esos sueños reales de una bendición futura: "El pueblo aquí está muy a favor de la reina", le dijo Mendoza a Carlos V.
A pesar de su gota, Campeggio fue en muchos sentidos el candidato ideal para el puesto de conciliador en esa situación turbulenta. Y había un punto delicado: la posibilidad de que el divorcio, al cual aún se oponía Clemente VII ya que le planteaba una carga intolerable en términos políticos, fuese innecesario. ¿Por qué la reina Catalina no se retiraba a un convento por su propia voluntad, dejando que la situación matrimonial del rey se solucionara luego? Con el retiro efectivo de la oposición de la reina, el tema del divorcio adquiriría una nueva connotación.
En la primera reunión de Campeggio con Enrique, el rey había rechazado, como cabía prever, la propuesta papal de Clemente VII de una nueva dispensa para su matrimonio con Catalina. Pero una retirada voluntaria de la reina pía era otra cosa totalmente distinta.
En la primera reunión de Campeggio con Enrique, el rey había rechazado, como cabía prever, la propuesta papal de Clemente VII de una nueva dispensa para su matrimonio con Catalina. Pero una retirada voluntaria de la reina pía era otra cosa totalmente distinta.
Con el permiso del rey, el cardenal Campeggio efectuó tres visitas a la reina. El idioma que ambos tenían en común era el francés. Tal vez la más importante de esas visitas, desde el punto de vista de Catalina, fue aquella en que la reina se confesó con el cardenal. Bajo juramento sacramental, aseguró haber sido virgen en el momento de su matrimonio con Enrique. Es imposible concebir que una persona tan estricta y sinceramente pía como Catalina mintiera en ese punto y de esa manera, ni nadie que la conociera —incluido Enrique— lo sostuvo nunca seriamente.
Pero desde el punto de vista del rey Enrique, el aspecto más importante de las visitas del cardenal Campeggio fue el rechazo absoluto por parte de Catalina de la propuesta de que ingresara en el convento. También Catalina, como el rey Enrique, apeló a su conciencia. Le dijo al legado papal que tenía la conciencia y el honor de su esposo en más alta estima que nada en el mundo, antes de agregar que no tenía ningún escrúpulo en cuanto a su matrimonio, "sino que se consideraba la verdadera y legítima esposa del rey, su esposo". En otras palabras, la propuesta del Papa era "inadmisible".
Es fácil sugerir que Catalina de Aragón demostró en realidad obstinación al no aceptar la solución a lo que Campeggio denominaba su "tercero y último período de la vida natural". En términos materiales, sin duda la vida de ella hubiese sido infinitamente más cómoda. En cuanto a su rango, nadie se hubiese mostrado más agradecido que Enrique: la reina hubiese podido gozar de un honrado retiro como la figura materna reverenciada de la familia real inglesa.
El juicio de Blackfriars
El tribunal se reunió por primera vez el 31 de mayo de 1529. El lugar elegido fue la Cámara Parlamentaria de Blackfriars, que aún estaba convenientemente unida al Bridewell Palace por la galería de tapices que habían construido para el emperador Carlos V en 1522. Catalina se alojaba ahora en el castillo de Baynard; por una triste coincidencia era en ese palacio donde había tenido lugar no sólo el banquete con que se celebró su boda con Arturo en 1501 sino también la controvertida "noche de bodas" que siguió.
En esa ocasión la reina Catalina juró muy solemnemente en presencia de sus asesores, el arzobispo Warham y el obispo Tunstall, su confesor español Jorge de Athequa, obispo de Llandaff, y otros, incluidos notarios, que el príncipe Arturo no había consumado el matrimonio de ambos durante esa noche de boda ni en ninguna otra ocasión: que de los abrazos de su primer esposo entró en este matrimonio como una mujer virgen e inmaculada.
De modo que fue el lunes 21 de junio, en la Cámara Parlamentaria de Blackfriars, que tuvo lugar la escena inmortalizada por Shakespeare. La reina Catalina le suplicó al rey Enrique por su futuro en nombre del pasado de ambos. Una gran multitud presenció la escena, sin precedentes en la historia de "los isleños".
Inesperadamente, la reina se levantó de su asiento y, pasando entre los espectadores con cierta dificultad, llegó al sillón del rey y se arrojó a sus pies. Como relató el cardenal Campeggio, el rey la levanto de inmediato. Entonces la reina se arrodilló una vez más, suplicante. El rey no tuvo más remedio que volver a levantarla y escuchar sus apasionadas palabras.
Señor, os suplico por todo el amor que ha habido entre nosotros, que me hagáis justicia y derecho, que tengáis de mí alguna piedad y compasión, porque soy una pobre mujer, una extranjera, nacida fuera de vuestros dominios. No tengo aquí ningún amigo seguro y mucho menos un consejo imparcial. A Vos acudo como cabeza de la Justicia en este Reino.
Pongo a dios y a todo el mundo por testigos de que he sido para vos una mujer verdadera, humilde y obediente, siempre conforme con vuestra voluntad y vuestro gusto… siempre satisfecha y contenta con todas las cosas que os complacían o divertían, ya fueran muchas o pocas… he amado a todos los que vos habéis amado solamente por vos, tuviera o no motivo y fueran o no mis amigos o mis enemigos. Estos veinte años o más he sido vuestra verdadera mujer y habéis tenido de mí varios hijos, si bien Dios ha querido llamarles de este mundo. Y cuando me tuvisteis por primera vez, pongo a Dios por testigo que yo era una verdadera doncella no tocada por varón. Invoco a vuestra conciencia si esto es verdad o no [...] Me asombra oír qué nuevas invenciones se inventan contra mí, que nunca procuré más que la honorabilidad, y me obliga a oponerme al orden y al juicio de este nuevo tribunal, en el que tanto daño me hacéis.
Y os suplico humildemente que en nombre de la caridad y por amor a Dios, que es el supremo juez, me evitéis la comparecencia ante este tribunal en tanto mis amigos de España no me hayan aconsejado cuál es el camino que me corresponde seguir. Pero si no queréis otorgarme tan menguado favor, cúmplase vuestra voluntad, que yo a Dios encomiendo mi causa
Cuando hubo terminando, la reina Catalina se puso de pie, le hizo al esposo una breve reverencia y, apoyándose en el brazo de su hidalgo-ujier, Griffith Richards, salió lentamente de la sala. El oficial del tribunal la llamó tres veces. Al fin, el nervioso ujier se aventuró a decirle: "Señora, sois llamada de nuevo". "No importa —replicó la reina—, éste no es un tribunal imparcial para mi. No me demoraré". Y se marchó. Las mujeres que la habían aclamado a la entrada, ahora la saludaron a su partida.
El 28 de junio la reina se negó nuevamente a comparecer. En ausencia de la reina —afortunadamente para su sensibilidad—, varios cortesanos declararon acerca de la noche de bodas en el castillo de Baynard, hacía ahora veintiocho años.
El testimonio de sir Anthony Willoughby fue pintoresco. En virtud de la posición de su padre como camarero de la casa del rey, estuvo presente tanto cuando el príncipe Arturo fue llevado a la cama como cuando salió de la cámara por la mañana. En ese punto, el príncipe exclamó: "Willoughby, traedme una copa de cerveza, porque esta noche he estado en medio de España". Luego, el príncipe dijo abiertamente: "Señores, es un buen pasatiempo tener una esposa".
Incluso Wolsey decía que sacaría a la luz un informe de unas supuestas sábanas manchadas de sangre de aquella noche, aunque nunca se supo más de eso. Al principio Wosley tenia la tarea de conseguir la anulación del matrimonio del rey, pero este demoraba demasiado que se gano el odio de Ana, y por lo tanto del rey Enrique.
La teoría de la supremacía real
El rey abandona a Catalina
Catalina es despojadas de las joyas reales
El rey de Inglaterra estaba empezando a considerar una solución más radical prescindiendo de la autoridad del Papa. Él había sugerido los peligros de una escisión en los últimos años: el pueblo inglés podía volcarse en el luteranismo si no se le permitía el divorcio a su rey. No obstante, la bendición papal a la segunda unión de Enrique seguía siendo la respuesta más conveniente —porque tal unión no sería entonces cuestionada— y, después de todo, él había aceptado la autoridad papal para la dispensa relacionada con Ana. Pero dado que esa bendición estaba siendo penosamente escatimada, ¿necesitaba realmente reconocer la soberanía de Roma en tales asuntos? ¿Cuál era la naturaleza precisa de esa soberanía papal? ¿Por qué se extendía sobre los príncipes, a los que sin duda Dios mismo había destinado a gobernar?
En diciembre de 1530 el Papa solicitó que se despidiera a Ana de la corte —el rey lo consideró "una medida muy injuriosa"— y, en enero de 1531, le prohibió al rey casarse mientras el caso de divorcio estuviera en sub judice en Roma: todo hijo nacido de tal unión sería considerado un bastardo.
La teoría de la supremacía real no nació de la cabeza del rey armada como la diosa Atenea. El Parlamento reunido por primera vez el 3 de noviembre de 1529, que estaría destinado a llevar a cabo en siete años una revolución religiosa, tenía al principio objetivos diferentes. Moro, el nuevo lord canciller, se inclinaba personalmente por la erradicación del luteranismo, mientras que la estrella al servicio del rey, Thomas Cromwell, su secretario desde 1530, veía las cosas desde el punto de vista financiero. Cromwell vio la manera de solucionar las dificultades económicas del rey y de llevar al clero a la sumisión amenazándolo con el cargo de praemunire [delito de cuestionar la supremacía de la Corona], el mismo que había derribado a Wolsey. El clero, convocado en enero de 1531, tembló ante el cargo, ya que podía entender perfectamente bien cuál podía ser el castigo. Entregó al rey 100.00 libras para cubrir la posible complicidad con Wolsey. También aceptó que el rey tuviera un nuevo título: jefe supremo de la Iglesia y el Clero de Inglaterra. Aunque el envejecido arzobispo Warham agregó las palabras "en la medida en que la ley de Cristo lo permite" (lo que, tomado al pie de la letra, invalidaba el título) y el obispo Fisher protestó vigorosamente, se trataba sin duda de un alejamiento de Roma.
El rey Enrique vio a la reina Catalina por última vez en julio de 1531. No le brindó una despedida afable, aunque hipócrita, como a Wolsey. Después de veintidós años de matrimonio no hubo despedida alguna. Se limitó a marcharse al amanecer a caballo de Windsor, donde se alojaba entonces la corte, para ir a cazar a Woodstock con lady Ana. Dejó que la infeliz reina descubriera por otros que él se había marchado. Luego, cuando Catalina le escribió una cortés carta de pesar pudo dar libre curso a la exasperación por las recriminaciones.
"Dígale a la reina —le gritó el rey al mensajero— que no deseo ninguno de sus adioses".
Catalina de Aragón
Ana, que había sido nombrada marquesa de Pembroke, luciría las joyas reales en la visita a Francia, donde sería presentada como futura consorte de Enrique. El rey le envió un mensaje a la reina Catalina pidiéndoselas. Recibió una ácida réplica que demostraba, al menos, que el espíritu de ella no estaba quebrado. ¿Por qué debía entregar voluntariamente las joyas que había lucido por tantos años como su esposa legítima a "una persona que es un escándalo para la Cristiandad y que está causándole vergüenza y desgracia al rey por llevarla a tal reunión como ésa en Francia?"
El rey envió debidamente la orden por medio de un miembro de su cámara privada: tenía la fuerza de una orden real. La reina, de acuerdo con su política de someterse a las órdenes del rey en todos los asuntos en que su autoridad era legal, cumplió. Envió "todo lo que tenía, con lo cual el rey quedó muy complacido". De modo que le fueron entregadas las joyas, incluidos veinte rubíes y dos diamantes "reservados para mi señora marqués".
Catalina sustituida como reina y esposa
Matrimonio de Enrique VIII y Ana Bolena
Como los matrimonios reales por entonces eran asuntos privados, no había nada de extraordinario en una rápida ceremonia secreta. "Alrededor del día de San Pablo" —el 25 de enero de 1533— según las palabras de Cranmer (que no ofició la ceremonia) se casaron al fin el rey y lady Ana. A comienzos de abril la noticia se hizo pública, aunque se tuvo el tacto de no revelar la fecha del casamiento. El 9 de abril, una delegación fue a ver a la reina Catalina en Ampthill y le dio la noticia de la boda del rey con Ana. A la reina le dijeron la verdad: el hombre al que aún consideraba su esposo estaba casado con "el oprobio de la Cristiandad" desde hacía dos meses. Ella recibiría el trato de princesa viuda y formalmente habría que llamarla así.
Cranmer
El 23 de mayo, el arzobispo Cranmer declaró que el matrimonio de Enrique VIII y Catalina de Aragón era inválido. La coronación de la reina Ana el 1 de junio de 1533, cuando estaba embarazada de casi seis meses, supuso su apoteosis. La coronación de una reina era un acto simbólico y solemne, con una significación que transcendía la del matrimonio con un rey (que en general, como se ha visto, se celebraba privadamente).
En una bula del 11 de julio de 1533, el papa Clemente VII declaró nulo el juicio de Cranmer y le ordenó a Enrique que repudiara a Ana, agregando que todo hijo de ambos sería ilegítimo; también excomulgó al rey, aun cuando la excomunión quedaba en suspenso. Nada de eso apoyaba materialmente la causa de Catalina. Sólo el emperador podía apoyarla, con tropas, y no estaba dispuesto a hacerlo. Así Catalina había quedado en una especie de limbo infeliz. Entretanto, se resistía al cambio de título tras la coronación de Ana.
Hall, en su Chronicle, se refería desdeñosamente a esa actitud: Catalina "seguía siempre con su vieja canción". Cuando los delegados dijeron que ella se estaba aferrando "jactanciosamente" al título, replicó que prefería desobedecer al rey antes que a Dios. A las amenazas de que el rey confiscaría sus bienes, y lo que era peor, trataría a la señora princesa (María) duramente como consecuencia de la "falta de bondad" de su madre, Catalina replicó que "ni por su hija, sus posesiones familiares ni ninguna adversidad o disgusto de este mundo que pudiera surgir cedería ella en esa causa, poniendo en peligro su alma".
Nace una nueva princesa de Inglaterra
El 7 de septiembre de 1533, la reina Ana dio a luz a una niña a la que llamaron Elizabeth. Dicha princesa heredaría el cabello rojizo de su padre y los profundos ojos de su madre. Los astrólogos y médicos habían pronosticado que nacería un varón. El nacimiento de una niña supuso una gran decepción para el rey, aunque, al tener una hija sana, confiaba en que vendrían más hijos sanos.
Para el bautismo de la princesa Elizabeth, Ana solicitó una "tela triunfal" especial que su predecesora había traído consigo de España para los bautizos. Como era de esperar, Catalina se negó. Parece ser que en esa ocasión, la desterrada reina sostuvo con éxito su negativa.
El heraldo real remarcó el cambio de su condición de la hija primogénita del rey cuando proclamó a la recién nacida princesa Elizabeth como primera hija "legítima" del monarca. Si bien la disolución formal del matrimonio de sus padres en Dunstable, en mayo de 1533, había vuelto a María teóricamente ilegítima, hasta ese momento no se había tomado ninguna medida para remarcar el hecho.
Fue en noviembre de 1533 cuando la casa de María, bajo la tutela de la condesa de Salisbury, fue disuelta y la joven fue trasladada a la casa de la princesa Elizabeth, respecto de la cual era oficialmente inferior. Estaba también la desconcertante cuestión de la actitud del rey Enrique hacia su hija. Sin duda, en el momento del divorcio de 1533 aún le tenía mucho cariño; era un hombre afectuoso, muy amante de sus hijos —en tanto no se interpusieran en su camino— y la princesa María había sido en la infancia una niñita encantadora, sumisa y cariñosa, su "perla", como una vez la describió Enrique.
Supuesto retrato de María Tudor
En cuanto a la relación de María con su madre, el rey no se mostraba resueltamente duro. Catalina y María podían escribirse mutuamente y en junio de 1533, cuando María enfermó, el rey permitió que el médico y el boticario de la reina Catalina la atendieran.
La nueva "lady María", que había usado el título de princesa desde que tenía uso de razón, fue humillada. Además, se le exigía que presentara sus respetos a su hermanastra Elizabeth, oficialmente una princesa real, pero para ella no más que la hija de la odiada concubina. La salud de María se resintió. Ya no tenía su casa independiente sino que vivía bajo la estela de Elizabeth. Era particularmente intolerable tener que "mudarse y seguir a la bastarda", informó Chapuys, cuando la princesa María estaba indispuesta; eso lo hacía peor.
Las amenazas vulgares que se comenta que la reina Ana hizo a María —"ella haría de la princesa una criada de su casa...o la casaría con algún sirviente", se jactó en abril de 1533— estaban obviamente enraizadas en los celos de ese afecto paternal, potencialmente peligroso para la posición de la propia Ana.
Últimos años
Poco antes del nacimiento de la princesa Elizabeth, Catalina había sido trasladada al palacio Buckden, en Huntingdonshire. No era un ambiente desagradable. Pero la reina Catalina no se consolaba con su nuevo entorno. Desde Buckden mantenía su furioso rechazo del nuevo título. A Suffolk, en diciembre de 1533, le dio la misma respuesta firme de antes: declinó ser servida como princesa viuda. El veredicto final de Suffolk a Norfolk fue: "Encontramos aquí a la mujer más obstinada que pueda existir".
No todo iba bien en cuanto al matrimonio real. Tras el nacimiento de la princesa Elizabeth, la reina Ana sufriría dos abortos. Al igual que la reina Catalina, había sido incapaz de darle un heredero varón a Enrique VIII. La reacción de la reina Ana al desempeño del rey, un duro comentario, que se dijo que le hizo a su cuñada Jane Rochford, seria citado luego en contra de ella: el rey no podía satisfacer a una mujer, exclamó, porque en ese aspecto vital no tenía ni "vertu" (habilidad) ni "puissance" (virilidad).
La reina estaba por entonces en el castillo de Kimbolton, cerca de Huntingdon. El castillo de Kimbolton había sido construido sólo sesenta años antes por la viuda del primer duque de Buckingham, pero se hallaba en un estado de gran deterioro. La reina Catalina no había deseado trasladarse allí.
Castillo de Kimbolton
No todos los contactos con el exterior había sido eliminados. Los dos médicos españoles de Catalina, primero el doctor Fernando Vittoria y luego el doctor Miguel da Sá no sólo atendían su salud, sino que de vez en cuando podían comunicarse con Chapuys. Los frailes observantes hacían visitas a los distintos lugares de su cautiverio, en apariencia para oír las confesiones de sus damas y caballeros; en realidad estaban en condiciones de transmitir mensajes. Privada de sus anteriores magníficas posesiones, vivía rodeada principalmente de objetos religiosos.
A Chapuys nunca se le había dado permiso para visitar a su reina. Crecientemente preocupado por la salud de Catalina, hizo un ingenioso intento por visitarla en julio de 1534. Reunió a unos cuatrocientos españoles y cabalgó con ellos en dirección a Kimbolton. Chapuys ignoró un mensaje del rey pidiéndole que desistiera, pero se detuvo cuando la reina misma le rogó que no desobedeciera las órdenes del rey.
A lo largo de otoño de 1535 el estado de la reina Catalina se fue deteriorando. Para Navidad se informó de que estaba muy grave. Pero en la corte, las tradicionales celebraciones de Año Nuevo fueron alegres, en particular para la reina Ana.
Muerte
Catalina mejoró a principios de 1536, lo suficiente como para recibir al fiel embajador Chapuys, que se apresuró a viajar a Kimbolton, como hizo también María de Salinas. Esta vez nadie los detuvo. Por supuesto, María, la hija de Catalina, seguía muy lejos; no se podía esperar la merced del rey al respecto. Es dudoso que Catalina aceptara alguna vez esa separación, como tampoco dejó nunca de amar al hombre al que aún consideraba su esposo. Pero instaba a María a evitar las disputas en la medida de lo posible.
Catalina no tuvo fuerzas suficientes para escribirle una última carta al rey por su propia mano: le dictó el texto a una de sus damas. Al final seguía preocupada por el bienestar espiritual de él. La carta empezaba con un conmovedor toque de admonición conyugal: "Mi más querido señor, rey y esposo, la hora de mi muerte se acerca...no puedo elegir, pero por el amor que siento por vos debo advertiros de vuestra salud del alma, que deberiais preferir a todas las consideraciones del mundo o de la carne. Por las cuales me habéis arrojado a muchas calamidades, y a vos mismo en muchas dificultades". Pero si el tono era el de una esposa, ¿quién puede culparla? Además, era demasiado tarde para las iras del rey, para sus órdenes desaforadas, para que ella no se despidiera...Y en todo caso: "Os perdono todo, y ruego a Dios que haga lo mismo"
Luego le encomendaba a "María nuestra hija" al rey, rogándole que fuera un padre para ella. El destino de sus doncellas restantes —"no son más que tres"— y su necesidad de dotes matrimoniales la inquietaban y deseaba que todos sus servidores tuvieran la paga de un año aparte de lo que les correspondía. Según la ley inglesa, como mujer casada no podía hacer testamento, aunque se le permitía dejar una lista de súplicas a su esposo. Pero son sus palabras finales a Enrique VIII lo más conmovedor: "Finalmente, hago este juramento, que mis ojos os desean por encima de todas las cosas. Adiós".
La mejoría fue breve. Los dolores de la reina eran tan intensos que no podía comer ni beber, pero pudo decirle a Chapuys cuánto significaba para ella su visita: sería un consuelo morir en sus brazos y no "totalmente abandonada como un animal". Cuando Chapuys cabalgó de regreso a Londres en la mañana del 6 de enero, confiaba en que ella se recuperaría, aunque fuera brevemente.
Pero esa noche la reina tuvo una recaída. María de Salinas se quedó con ella al marcharse Chapuys, y fue la que sostuvo a su señora. Al caer la noche, la reina aún pudo peinarse y atarse el pelo sin la ayuda de sus criadas. Pero cuando pasaron las horas de la noche, le pidió a su médico, don Miguel da Sá, que le dijera la verdad. Él respondió con franqueza: "Señora, debéis morir" "Lo se", fue la respuesta de la reina.
Era el 7 de enero de 1536. Catalina de Aragón tenía poco más de cincuenta años. Murió en los brazos de María de Salinas, que podia recordar a la infeliz princesa en poder de Enrique VII. Su cuerpo fue puesto en la capilla de Kimbolton y velado por las tres damas de la casa, Blanche e Isabel de Vargas y Elizabeth Darrell, así como por la propia María de Salinas.
Miniatura de Catalina de Aragón
Casi de inmediato empezaron a difundirse rumores de que el rey Enrique había envenenado a la reina Catalina. Y sin embargo, extrañamente, la autopsia realizada por el cerero del castillo reveló una excrecencia redonda, grande y negra en el corazón que era en sí misma "completamente negra y terrible". El hombre halló todos los otros órganos internos perfectamente sanos. De hecho, un especialista de fines del siglo XIX señaló que Catalina murió de una forma de cáncer —sarcoma melanótico— entonces imposible de diagnosticar para su médico; el tumor en el corazón era casi seguramente secundario, y el cerero no habría visto el núcleo principal.
Al rey Enrique VIII, según la leyenda popular, no le pareció tan dolorosa la noticia de la muerte de Catalina. Se dice que se vistió de amarillo —el color del regocijo— con una pluma blanca en el sombrero. Aunque en una biografía del siglo XVII, se dice que el rey lloró con la última carta de Catalina: ambas historias pueden haber sido ciertas. Otra leyenda narra que, tiempo después de la muerte de Catalina, el día que Ana Bolena fue decapitada, los monjes de Peterborough dijeron haber presenciado un milagro. Las antorchas que estaban junto a las de Catalina se encendían y apagaban por sí solas.
Casi inmediatamente se impuso la avaricia real. El convento franciscano favorito de Catalina no recibiría sus mantos: el rey decidió que sus miembros ya poseían suficiente; tampoco debían asistir al funeral. En cuanto a su sepultura en San Pablo eso costaría más "de cuanto se requería o era necesario". El rey también se negó a cumplir las otras peticiones de su ex esposa en cuanto a ropa o propiedades hasta que él hubiera visto "cómo eran los mantos y las pieles".
La elección del sitio para sepultar a Catalina que hizo al fin el rey, fue la antigua y hermosa catedral de Peterborough, a unos treinta kilómetros del castillo de Kimbolton. El ataúd descasó la noche de su traslado ceremonial en la abadía de Swatrey. Obviamente, la procesión atraería menor atención allí en las tierras del interior, que por ejemplo camino de San Pablo; aun así, la gente del campo se apiñó al borde del camino para ver pasar el ataúd de su "buena reina Catalina". La principal persona del duelo nombrada por el rey fue su joven sobrina, Eleanor Brandon. Además, un grupo de pobres de negro con capucha llevaban velas negras para dar a la ocasión la dignidad apropiada a la difunta Catalina de Aragón.
Sepulcro de Catalina
Pero era la dignidad que le correspondía a una princesa viuda, no a una reina. Por esa razón Chapuys se negó a asistir. Siguiendo órdenes del rey, las armas de Gales, no las de Inglaterra, se esculpieron junto a las de España. En la actualidad, en el lugar donde descansa la reina tan amada por los ingleses, puede leerse la leyenda "Katharine, reina de Inglaterra", tal como ella hubiese querido.
Bibliografia
Fraser, Antonia: Las Seis Esposas de Enrique VIII, Ediciones B, Barcelona, 2007.
Fraser, Antonia: Las Seis Esposas de Enrique VIII, Ediciones B, Barcelona, 2007.
bueno que ana bolena hay sido la divorciada de enrrique tremendo..cosas buenas que ni queremos contar...tan feo contar cosas feas..porque cuendo uno cuenta qeu no tengo cosas y cada dia me hacen falta mas es un dedo que le estan quitando...y eso es el estado un delincuente delincuente viene de contar de mas y uno faltarle y no tener es decir me robaron la licuadora la gravadora y el equipo de sonido...que dolor no puedo contar que tengo gravadora y el delincuente no le coratan el dedo sino a las victimas y asi conto mas de la cuenta el delincuente ya con la justicia la justicia no puede permitir el delito de inasistencia alimentaria a ninguna edad primero que pena tenga ya mas de la mayoria y me pueden quitar los amlimentos y cada dia no tengo algo...dedo qeu volarian si no contamos cinco en cada mano..y la culpa la mujer que marca un estado imposible de contar octavo es el numero de la bestia...hacen mas de la cuenta y cuentan mas de al cuentan y todo porque ponen el aparato encima y la mujer no cuenta con el aparato y por eso le podria volar los delincuentes que con meterlos a la carcel no basta halla tambien roban...porque la juzticia no le cobra el dedo al delincuente..dejar de contar quien debe es quitarle el dedo y la justicia sabe que cuando se denuncia le debe marcar el dedo que roba y no se sabe para que casa y que estado....y de logica si la mujer le vuelan uno le introducen un dedo en el corazon y le ponen un anillo obligaciones...y deberdad le cobran y todo eso debe..la verdad los delincuentes por delincuentes se les cobra el dedo no a las victimas...que tal dejar de ser delito lo que por naturaleza lo es la justicia..estaria cortando un dedo y contando de mas y matando victimas y ni se sabe que justicia cobra crimenes pero al mujer cuenta que el dedo de mas es el aparato reproductor que si lo deja contar de mas lo introduce en el corazon y la viola y le cuenta mas hijos..que tal uno contar mas de la cuenta por eso el hombre cuenta hasta 6 y al mujer hasta 9 y 5 en cada mano y pie...y si el hombre cuenta de mas toca bajarle el dedo porque que tal cortarle a diso el dedo es decir al que tieen derecho a contar...loca la justicia y no hace nada en su honorable sala porque le parece constitucional que la gente que tiene que contar deje de contar eso es delito y viene de dedo y que alguien se lo quiere bajar...locos y delincuentes es el octavo..y el el numero de un nuevo estado ..con marca de bestia...
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