El príncipe de Gales
Catalina, por su parte, puede que hubiera estado menos encantada con el aspecto de su esposo si su educación hubiera alentado algo que no fuera la mayor deferencia en ese tema. Arturo, príncipe de Gales, tenía por entonces quince años, pero era tan pequeño y estaba tan poco desarrollado que parecía mucho menor. Había nacido prematuramente y nunca se había recuperado del todo de ese mal comienzo en la vida. En cuanto a estatura, Catalina podía ser baja, pero le sacaba media cabeza a Arturo.
El deseado varón heredero de las casas de York y Lancaster daba la impresión de ser un crío y, además, delicado. Tenía la piel muy clara, como su esposa, pero sin las saludables mejillas sonrosadas de ella: el resultado era una mortal palidez. Los magníficos genes de su abuelo Eduardo IV, aquel gigante rubio, que unidos a los de su bella consorte Isabel Woodville servirían para hacer del hermano menor y de las hermanas de Arturo los más bellos y esbeltos príncipes de Europa.
Al menos, el príncipe había recibido, como su prometida, una excelente educación clásica. Andreas registraba que "había aprendido de memoria o leído con sus propios ojos y hojeado con sus propios dedos" autores como Homero, Virgilio y Ovidio, historiadores como Tucídides y Tito Livio. Como el latín había sido el idioma de la correspondencia de ambos, la tímida pareja al menos podía hablar con esa lengua, ya que Catalina no sabía inglés y Arturo no sabía español.
Lamentablemente, Catalina hablaba latín con fluidez, pero con una pronunciación diferente de la del rey Enrique y del príncipe Arturo, de modo que no lograban hacerse entender. Sólo los obispos ingleses conseguían con perseverancia cierto contacto. Con ánimo optimista, el rey Enrique llevó a su hijo y a su nuera hacia Londres para la que sería la última ceremonia nupcial en san Pablo.
Matrimonio
Catalina de Aragón fue acogida triunfalmente en la ciudad de Londres el 12 de noviembre de 1501. La reina Isabel de Castilla, práctica como siempre, había solicitado que no se gastara demasiado dinero en la recepción de su hija, de modo que la nueva princesa de Gales no fuera "la causa de ninguna pérdida para los ingleses". Pero no era así como veía Enrique VII su triunfo al capturar al fin a su princesa española. Los preparativos para el espectáculo organizado por la ciudad de Londres se habían iniciado dos años antes.
Matrimonio de Arturo y Catalina
El matrimonio se celebró dos días más tarde, el 14 de noviembre, en la catedral de san Pablo, con el sonido de los trompeteros españoles que habían sido traídos para darle a su princesa una adecuada despedida nacional. Otra nota española fue el hecho de que Catalina, como sus damas, luciera mantilla con su traje impecablemente bordado de blanco y oro cuajado de joyas.
Los arreglos del banquete que siguió a la boda fueron significativos al respecto. Catalina se sentó a la derecha del rey, pero el príncipe Arturo se sentó en una mesa aparte para los niños, con el príncipe Enrique y sus hermanas, Margarita, de doce años, y María, de cinco. El banquete se celebró en el castillo de Baynard, la histórica residencia londinense de la casa de York, donde se les había ofrecido la corona a Eduardo IV en 1461 y a Ricardo III en 1483.
El "transporte", presumiblemente en litera, de Catalina y Arturo hasta el río para el embarque después de la ceremonia de la boda costó doce peniques según las cuentas reales. Después, no sólo durante el banquete sino en todo el período de celebraciones oficiales posterior, no se consideró que Arturo tuviera ningún papel particular que desempeñar.
La pierna que el doctor De Puebla había puesto de forma simbólica en la cama del príncipe más de dos años antes, en el palacio de Bewdley, fue reemplazada ahora por la real. Así, finalizado el banquete, la princesa de Gales fue acostada formalmente con su esposo por una multitud de cortesanos, ingleses y españoles: los asistentes se retiraron luego a una sala exterior y los dejaron tendidos juntos por la noche según dictaban las complicadas normas de esa ceremonia en particular.
Por uno de esos irónicos giros del destino a los que es propensa la historia, la cuestión de la relación sexual, si es que la hubo, entre esos dos cándidos adolescentes, sería de suma importancia casi treinta años después. Hubo una tercera persona, no obstante, autorizada a expresar una opinión de primera mano sobre ese punto tan delicado pero vital: el segundo esposo de Catalina, Enrique VIII.
En una época en que los matrimonios a menudo eran contraídos por razones de Estado entre niños o aquellos que se hallaban entre la infancia y la adolescencia, no se daba demasiada importancia al momento concreto de la consumación. Que una heredera se "estropeara" por verse obligada a tener relaciones sexuales y concebir hijos demasiado joven podía tener consecuencias importantes. Se consideraba que Margarita de Beaufort se había malogrado por el alumbramiento temprano. Parió al futuro Enrique VII cuando sólo contaba trece años y no volvió a tener hijos en el curso de cuatro matrimonios.
En el caso de Arturo y Catalina, al parecer se convino que no había que precipitarse. Enrique VIII e Isabel de York estaban ansiosos por proteger la salud del hijo; Fernando e Isabel de Castilla manifestaron que también se sentirían "más agradados que insatisfechos" si se posponía la consumación por algún tiempo, en vista de la "edad tierna" de Arturo.
Por uno de esos irónicos giros del destino a los que es propensa la historia, la cuestión de la relación sexual, si es que la hubo, entre esos dos cándidos adolescentes, sería de suma importancia casi treinta años después. Hubo una tercera persona, no obstante, autorizada a expresar una opinión de primera mano sobre ese punto tan delicado pero vital: el segundo esposo de Catalina, Enrique VIII.
En una época en que los matrimonios a menudo eran contraídos por razones de Estado entre niños o aquellos que se hallaban entre la infancia y la adolescencia, no se daba demasiada importancia al momento concreto de la consumación. Que una heredera se "estropeara" por verse obligada a tener relaciones sexuales y concebir hijos demasiado joven podía tener consecuencias importantes. Se consideraba que Margarita de Beaufort se había malogrado por el alumbramiento temprano. Parió al futuro Enrique VII cuando sólo contaba trece años y no volvió a tener hijos en el curso de cuatro matrimonios.
En el caso de Arturo y Catalina, al parecer se convino que no había que precipitarse. Enrique VIII e Isabel de York estaban ansiosos por proteger la salud del hijo; Fernando e Isabel de Castilla manifestaron que también se sentirían "más agradados que insatisfechos" si se posponía la consumación por algún tiempo, en vista de la "edad tierna" de Arturo.
Muerte de Arturo Tudor
Hacia fines de marzo de 1502 empezó a deteriorarse la frágil salud del príncipe Arturo. Es posible que padeciera tuberculosis, aunque hubo un brote de peste en la vecindad y una epidemia de otro azote de la época conocido como "la enfermedad del sudor". Este mal era muy temido por los contemporáneos debido a su curso imprevesible: algunos enfermos se recuperaban pero otros morían "algunos en el curso de tres horas, algunos en dos horas, algunos estaban bien al mediodía y morían por la noche", como consta en una crónica. La enfermedad del sudor parece la causa más probable de la muerte de Arturo, pues también Catalina enfermó. Ella seguía gravemente el 2 de abril, cuando murió el príncipe Arturo, a los quince años y medio; su "queridísima esposa" era ahora su viuda.
La muerte del príncipe Arturo puso fin al breve período de bonanza en que la monarquía Tudor gozó del lujo de tener dos herederos varones directos para la corona, si bien jóvenes.
Princesa viuda de Gales
La noticia de la muerte del príncipe de Gales llegó a la corte en Greenwich por mensajero, bien entrado el día siguiente, 3 de abril. El Consejo tuvo la sensibilidad de convocar al confesor del rey Enrique, un fraile franciscano del monasterio cercano al palacio, para que le diera la noticia a Enrique, que hizo llamar a la infortunada madre del muchacho para ponerla personalmente al corriente.
En Ludlow, el Consejo del Príncipe aguardaba órdenes acerca del funeral de Arturo mientras Catalina languidecía, enferma, al cuidado de sus servidores españoles. Apenas tres semanas más tarde el cuerpo de Arturo fue transportado a la luz de las antorchas a la iglesia parroquial de Ludlow; de allí, la procesión siguió a Bewdley. Se ordenó desde Londres que el príncipe fuera sepultado en la catedral más próxima, que resultó ser Worcester. En la capilla que posteriormente allí se levantó, los símbolos heráldicos de las rosas de York y Lancaster, el rastrillo de Beaufort y el haz de flechas persona de Catalina, constituyeron un triste eco de las gloriosas celebraciones matrimoniales de sólo seis meses antes. Isabel de York, con su característica bondad, despachó una litera adecuadamente sombría de terciopelo negro para llevar a la princesa a Londres cuando estuviera en condiciones de viajar.
En Ludlow, el Consejo del Príncipe aguardaba órdenes acerca del funeral de Arturo mientras Catalina languidecía, enferma, al cuidado de sus servidores españoles. Apenas tres semanas más tarde el cuerpo de Arturo fue transportado a la luz de las antorchas a la iglesia parroquial de Ludlow; de allí, la procesión siguió a Bewdley. Se ordenó desde Londres que el príncipe fuera sepultado en la catedral más próxima, que resultó ser Worcester. En la capilla que posteriormente allí se levantó, los símbolos heráldicos de las rosas de York y Lancaster, el rastrillo de Beaufort y el haz de flechas persona de Catalina, constituyeron un triste eco de las gloriosas celebraciones matrimoniales de sólo seis meses antes. Isabel de York, con su característica bondad, despachó una litera adecuadamente sombría de terciopelo negro para llevar a la princesa a Londres cuando estuviera en condiciones de viajar.
Tumba de Arturo, príncipe de Gales
Catalina, princesa de Gales, se había convertido ahora en un problema de Estado, y para dos países. La solución obvia era que Catalina se casara, o al menos se comprometiera, con el "que ahora es príncipe de Gales", como describió Fernando al joven Enrique. Luego estaba la cuestión del dinero, escaso en España. Fernando nunca había completado el pago de la segunda mitad de la dote de Catalina. En teoría, para los españoles todo podía ser muy simple. El dinero ya pagado por el primer matrimonio podía ser negociado para que contara para el segundo; la alianza angloespañola se mantendría intacta. Esta reanudación de las negociaciones no fue necesariamente mal recibida por el rey inglés, ya que se sabía en una posición de fuerza frente a España por dos razones.
Primero porque indudablemente tenía a la princesa viuda en la corte inglesa. Segundo porque el príncipe Enrique, que cumplió once años a fines de junio de 1502, era un candidato maduro para uno de esos compromisos que, en caso necesario, podía repudiarse cuando él alcanzara la edad del consentimiento. Además, iba contra la naturaleza de Enrique VII devolver un céntimo del dinero ya recibido. La cuestión era que la princesa viuda de Gales tenía el derecho a reclamar las 100.000 coronas pagas como primera cuota de su dote, aun antes de recibir ella el estipulado tercio de los ingresos de Gales, Cornualles y Chester, si el matrimonio se había consumado. Pero como hemos visto, casi con seguridad no había sido ése el caso. Es importante tener en cuenta para el futuro que, cuando doña Elvira Manuel juraba con tanta firmeza que la consumación no había tenido lugar, no estaba dando la respuesta más conveniente entonces para los Reyes Católicos.
A comienzos de julio de 1502, Fernando estaba muy seguro de que "nuestra hija sigue como estaba aquí", es decir, virgen. Sobre esta base, Fernando instruyó a su representante, el duque de Estrada, para que negociara el nuevo matrimonio.
Según sus instrucciones, Estrada debía comenzar por solicitar el retorno de Catalina a España: si no se producía de inmediato el compromiso con el príncipe Enrique, sería "muy importante para nosotros tener a la princesa en nuestro poder [en España]". Pero es muy probable que se tratara de un mero ardid y que el regreso de Catalina dejando atrás su dote nunca se contemplara seriamente como una posibilidad.
La crueldad de Enrique VII al negarse a mantener a su nuera en ese punto y esperar que ella viviera del dinero español era intolerable. Se había iniciado el triste proceso por el cual Catalina se vería atrapada entre la muela superior de la pobreza de Fernando y la muela inferior de la avaricia de Enrique VII.
La crueldad de Enrique VII al negarse a mantener a su nuera en ese punto y esperar que ella viviera del dinero español era intolerable. Se había iniciado el triste proceso por el cual Catalina se vería atrapada entre la muela superior de la pobreza de Fernando y la muela inferior de la avaricia de Enrique VII.
Fernando II
El tratado de compromiso entre el príncipe Enrique y Catalina se firmó al verano siguiente, el 23 de junio de 1503. La futura pareja requería un permiso especial, una dispensa del Papa. Según las reglas de la Iglesia, había un "impedimento". El matrimonio entre Arturo y Catalina había creado una "afinidad" entre ella y el hermano de Arturo. Era la unión sexual entre marido y mujer, no la ceremonia de matrimonio, lo que se consideraba que creaba esa afinidad. Una clase distinta de dispensa hacía falta en el caso de un matrimonio que no se hubiera consumado: sobre la base de la "honestidad pública". Cuando el rey español pidió una dispensa de Roma para que Catalina se casara con Enrique, solicitó y le fue concedida una que hiciera constar el hecho de que el primer matrimonio "tal vez" (forsitan, en latín) se hubiera consumado. Ese "tal vez" causaría muchísimos problemas en el futuro. Tal dispensa era poco habitual, pero no era una completa rareza. Poco antes, el rey Manuel de Portugal se había casado con dos hermanas de Catalina, Isabel y María, en rápida sucesión. Había varios textos bíblicos que trataban acerca del caso. Uno —del Levítico— prohibía tal matrimonio y otro —del Deuteronomio— lo imponía explícitamente como un deber para el segundo hermano.
El destino matrimonial de Catalina de Aragón no se había simplificado con la muerte de su suegra, Isabel de York, en febrero de 1503, pocos meses antes de su compromiso oficial con Enrique. En lo personal se vio privada de una protectora cuya presencia benévola habría podido significar una notable diferencia en los amargos años que siguieron. Hubo un rumor, que llegó a España, de que el rey se casaría ahora con su nuera.
Isabel de York
Oficialmente, los Reyes Católicos reaccionaron con disgusto a tal propuesta: "Algo nunca visto antes, cuya mera mención ofende nuestros oídos". Es probable que el rumor no tuviera ningún fundamento. Además, el disgusto de Fernando ante la idea del rey Enrique como novio tiene un matiz irónico cuando se considera su propia conducta futura.
Octubre de 1504 vio la muerte de otra reina, la madre de Catalina, Isabel. En verano de 1505, cuando se acercaba el decimocuarto cumpleaños del príncipe Enrique (fecha en la que Catalina podía esperar con confianza que se celebraría el matrimonio real), rumores muy diferentes recorrían Europa. Se creía que el rey Enrique VII había puesto su mira en un matrimonio triple para vincular su propia familia con la casa imperial de los Habsburgo. Dadas las circunstancias, el rey Enrique tramó una estrategia para liberar a su hijo en caso necesario. El 27 de junio de 1505, el día previo a su decimocuarto cumpleaños en que llegaba a la edad oficial del consentimiento, Enrique, príncipe de Gales se desdijo formalmente de su compromiso con Catalina.
Aun antes de que cayera ese golpe, Catalina estaba cada vez más triste. La mayor parte del tiempo, la princesa permanecía con doña Elvira y el resto e sus asistentes españoles aislada en Durham House, Strand, la residencia medieval de los obispos de Durham.
Una serie de incidentes desagradables marcaron los años de viudez de Catalina, puntuados por una serie de partidas, que si bien en algunos casos aliviaban la tensión, también servían para incrementar su sensación de aislamiento. Después de cinco años en Inglaterra, Catalina le comentaba a su padre que casi no hablaba inglés. Pero ¿cómo iba a aprender, protegida por doña Elvira, ignorada u hostigada por el rey Enrique?
El primero en partir fue el padre Alessandro Geraldini, el estudioso humanista que había sido su tutor en España. La había acompañado a Inglaterra como su confesor y capellán principal. Pero se creía que el padre Alessandro había difundido rumores en el sentido de que Catalina había quedado embarazada del príncipe Arturo: eso fue imperdonable para Catalina. Una indignada doña Elvira se aseguró de la destitución del padre Alessandro antes de finalizar 1502.
También las damas de la casa de Catalina se hubiesen alegrado de marcharse. No gozaban con la restringida vida de Durham House ni estaban contentas con la incapacidad de Catalina para proveerlas de la clase de dote que puede esperar la camarera de una princesa real. Pronto todos los lujos, todos los caprichos se descartaron. En la primavera de 1504, Catalina informó de que no tenía dinero suficiente para comprar los alimentos necesarios para sí misma y su casa. Durante los años siguientes, Catalina no tendría siquiera la posibilidad de confesarse en su propio idioma. A pesar de todo, la religiosidad austera y de mortificación se estaba convirtiendo en su consuelo.
Pero la partida de doña Elvira no fue voluntaria. Fue el resultado de un complot frustrado. El hermano de doña Elvira, don Juan Manuel, era un diplomático castellano en Flandes ansioso por asegurar una alianza entre el rey inglés y los nuevos gobernantes de Castilla que apartara definitivamente a Enrique VII de Aragón.
Paralelamente, una de las personas que, al menos en teoría, podían sacar de la pobreza a Catalina era su hermana mayor Juana, heredera de Castilla. Catalina fue inducida a escribirle a Juana, pidiéndole que solicitara una reunión en Saint-Omer con Enrique VII: eso lo obligaría a cruzar a Calais, con Catalina como parte de su séquito. Entonces la reina Juana, al advertir la pobreza de su hermana, o la remediaría ella misma u obligaría al rey inglés a hacerlo.
Una visita inesperada a Inglaterra de Juana y Felipe el Hermoso, ahora reyes de Castilla, tuvo lugar en enero de 1506. Sin embargo no trajo consigo la ayuda que doña Elvira había previsto que fluiría de una hermana a la otra. El rey Felipe fue a Windsor, donde lo recibió la corte. Pero el posterior Tratado de Windsor, firmado el 31 de enero entre el rey Enrique y el rey Felipe, amenazaba sin duda su futuro. Inglaterra estaba ahora alineada con el imperio de los Habsburgo contra Aragón.
Juana de Castilla
Además, la reacción fraterna que Catalina seguramente esperaba nunca se materializó. La reina Juana era una mujer muy agraciada; no obstante, era tan melancólica como histérica, obsesivamente celosa de su deslumbrante esposo y las relaciones de éste con otras mujeres. Por alguna razón, tal vez a causa de uno de sus erráticos estados de ánimo, la reina Juana fue llevada a Windsor algo después que su marido, y Catalina se marchó de la corte al día siguiente.
Las cartas de Catalina a su padre siguieron siendo tristes de leer. El alimento y la ropa eran los temas recurrentes. Catalina sólo había conseguido comprarse dos trajes, de simple terciopelo negro, desde su llegada a Inglaterra seis años antes, y se había visto obligada a vender sus brazaletes para poder pagarlos. Sus servidores iban harapientos. En cuanto a la comida, la situación había empeorado y no había modo de pagarla, salvo vendiendo su vajilla.
La llegada, al fin, de un confesor español, debió haber facilitado las cosas. Catalina había reclamado uno con urgencia a causa de la dificultad que para ella suponía confesarse en inglés. El recién llegado era un fraile franciscano observante. Catalina se sintió inmediatamente encantada con él. Lamentablemente, sus circunstancias no habían contribuido a hacerla buena jueza de la gente.
María de Salinas y Catalina de Aragón, serie.
Una nueva dama de compañía, María de Salinas, llegó de España en algún momento de ese período terrible. Descrita luego por Catalina como la persona que siempre la había consolado "en la hora de sufrimiento", María de Salinas resultaría ser una de las amigas y servidoras más devotas de Catalina.
Fuensalida llegó para reemplazar al doctor De Puebla, despedido a petición de Catalina, en 1508. Fuensalida era un tipo de embajador muy diferente, un aristócrata que llegaba de la refinada corte borgoñona de Flandes, aunque tenía algún conocimiento de Inglaterra. Sin embargo, a Fuensalida no le fue mejor. Al menos De Puebla había mantenido buenas relaciones con el rey Enrique; la constante insistencia de Fuensalida en el asunto del matrimonio de Catalina sacaba a Enrique de quicio.
El hecho era que, en opinión de Fuensalida, había llegado el momento de embalar las pertenencias de Catalina y de llevarse a la princesa. En la primavera de 1509, finalmente Catalina se rindió. Había recuperado la salud después de otra recaída de su enfermedad; deseaba regresar a España y pasarse el resto de la vida sirviendo a Dios. Ésa fue la expresión final de desesperación de la hija de la reina Isabel.
Al mes siguiente Fuensalida inició los trámites para despachar las pertenencias de Catalina a Brujas. Y entonces, de pronto, Catalina dejó de estar en poder del rey Enrique. El 21 de abril, después de una breve enfermedad, Enrique VII murió. Habían pasado casi siete años desde la muerte del príncipe Arturo.
Bibliografia
Fraser, Antonia: Las Seis Esposas de Enrique VIII, Ediciones B, Barcelona, 2007.
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