Ana Bolena (Natalie Dormer) en The Tudors
Había algo atractivo en la lengua afilada de Ana Bolena —los cortesanos notaban que el rey y su dama siempre estaban particularmente amorosos después de una riña—, mientras que la pena histérica podía consolarse con besos y promesas. Hay una historia según la cual Ana exclamo que tenía plena conciencia de la antigua profecía de que con el tiempo una reina de Inglaterra sería quemada: pero ella amaba tanto al rey que no temía pagar el precio de la muerte, en tanto pudiera casarse con él. Por colérica que pudiera ser, Ana Bolena también era desinhibida y efusiva. Al rey le resultaba muy excitante aquella criatura tan imprevisible. No obtenía ninguna excitación de los reproches de la reina Catalina: sólo frustración.
Enrique VIII y Ana Bolena
La fama del temperamento fogoso de Ana y sus palabras igualmente encendidas es lo suficientemente amplia como para descartar que se trate de un mero invento de sus enemigos. Esa naturaleza tempestuosa tampoco un descrédito (aunque a largo plazo pudiera resultar tan imprudente como las eternas quejas de la reina Catalina). Por el contrario, hay algo magnífico en el modo temerario en que se pronunciaba, a menudo yendo más allá de cuanto podía ser prudente para la amante más bella y amada del mundo. Después de los años de autorrestrición y silencio impuestos sobre ella por su lugar en la sociedad y su sexo, Ana estuvo en condiciones de desafiar las convenciones.
Naturalmente, el temperamento de Ana no se moderó con el incremento de su poder. En noviembre de 1530, Chapuys informó de cómo Ana Bolena había sido vista en una pequeña ventana que dominaba la galería donde el rey estaba concediéndole una entrevista "mirando y escuchando todo cuanto sucedía". En un punto, el rey se mostró suficientemente preocupado por las reacciones de su dama como para ir nerviosamente hacia el centro del salón por temor a que ella oyera ciertas palabras que la ofendieran. Por la misma época, Ana Bolena chocó con la duquesa de Norfolk por el matrimonio de la hija de esta última (y prima hermana de Ana), lady Mary Howard. Ella "empleó tales palabras con la duquesa" que esta última fue casi despedida de la corte.
Catalina de Aragón
Para comienzos de 1531, Ana fue descrita como tan segura que era "brave qu´une lion". Le dijo a una de las camareras de la reina Catalina que deseaba que todos los españoles estuvieran en el fondo del mar. Cuando la dama en cuestión la reprobó, Ana fue más allá: "No le importaba la reina, ni nadie de su familia [casa]". Prefería ver a Catalina colgada "antes que tener que admitir que era su reina y señora". La camarera quedó debidamente azorada. Pero las mujeres en general no hacían buenas migas con Ana Bolena, con independencia de a quién sirvieran: o no podía o nunca le interesó formar el nexo de amistades femeninas que había establecido la reina Catalina. La osadía y la independencia que encantaban al rey —por el momento— sorprendían a otras mujeres como peligrosamente contrarias a la norma aceptada.
En Roma se tuvo noticia de que Ana había insultado a un caballero de la casa del rey en presencia del soberano, pero ni siquiera entonces duró la indignación real: "Como de costumbre en tales casos, el amor mutuo de ambos es más grande que antes". En abril, el rey Enrique se quejo a Norfolk —o el duque así se lo contó a su esposa, que se lo comentó a la reina— de que Ana se estaba volviendo más orgullosa y atrevida cada vez: usaba un lenguaje con él que la reina jamás se había atrevido a emplear en su vida. Norfolk sacudió la cabeza y murmuró qué su díscola sobrina sería la ruina de los Howard (mientras seguía gozando de los privilegios que le aportaba la relación). La propia actitud de Ana a tales críticas se resume en el lema que hizo bordar en la librea de sus sirvientes en la Navidad de 1530: Ainsi sera, groingne qui groine. [Así será, proteste quien proteste].
No obstante, el rey la adoraba. Es cierto que de vez en cuando la dama encontraba a su igual. En junio de 1531, disputó con Henry Guildford, contralor de la casa, y "lo amenazó muy furiosamente", diciendo que, cuando se convirtiera en reina de Inglaterra, lo haría castigar y privar de su puesto. Guildford replicó que le ahorraría la molestia y renunció. Mantuvo su renuncia, a pesar de los esfuerzos del rey por disuadirlo con el débil argumento de que Guildford "no debía preocuparse por lo que decían las mujeres".
Algunas de esas explosiones deben haber sido provocadas, directa o indirectamente, por la continuada impopularidad del proyectado nuevo matrimonio del rey entre sus súbditos. La gente protestaba realmente. Antonio de Guaras, un comerciante que vivía en Londres, escribió: "Es digno de nota que la gente común nunca la quiso [a Ana]".
Bibliografia Fraser, Antonia: Las Seis Esposas de Enrique VIII, Ediciones B, Barcelona, 2007.
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