11 mar 2017

Isabel de Baviera "Sissi" (parte 2)

Preparativos

Dominio público
Elena (izquierda) y Sissi (derecha)
Creado el: 1 de enero de 1853

Los primeros comentarios acerca de la futura emperatriz de Austria es que, aunque perteneciera a una familia de la alta aristocracia, no tenía la alcurnia de los Habsburgo. El 31 de agosto de 1853 la estancia en Bad Ischl terminó. El emperador debía regresar a sus deberes en Viena y Sissi al castillo de Possenhofen. Para el emperador no resultó fácil separarse de Sissi, e igualmente a Sissi le esperaba un intenso programa de estudios al regreso. La prometida del emperador tuvo que prepararse para su nuevo cometido; aprender francés e italiano, mejorar en poco tiempo su descuidada formación y aprender historia austríaca. Tres veces por semana la visitaba un historiador, el conde Johann Mailáth, quien se ganó el afecto de la futura emperatriz.


Docenas de modistas, bordadoras, zapateros y sombrereras de Baviera trabajaron para tener a tiempo el ajuar de la futura emperatriz. Mientras tanto, la archiduquesa Sofía no dejaba de dar consejos y recordar a su hermana que la princesa debía limpiarse mejor los dientes. Sissi demostró poco interés por los vestidos, joyas y demás regalos costosos. Ninguno de los presentes le causó tanta ilusión como un papagayo que el emperador envió a Baviera. El afecto de Sissi hacia su prometido iba en aumento y cada separación provocaba en ella un mayor desconsuelo.

A principios de marzo de 1854, una vez conseguida la dispensa papal, se firmó el contrato matrimonial. Isabel recibiría como dote la cantidad de cincuenta mil florines. El emperador se comprometió a aumentar esta modesta dote con otros cien mil ducados, a los que añadió doce mil ducados más en concepto del Morgengabe, el «regalo de la mañana», una antigua costumbre de la Casa Imperial que consistía en indemnizar a la esposa en la mañana siguiente de su noche de bodas por la pérdida de su virginidad. Además, la emperatriz obtendría cien mil ducados destinados solo a «vestidos, adornos y limosnas y otros gastos menores». Porque todo lo demás (mesa, ropa de casa y caballos, mantenimiento y pago de la servidumbre, así como lo relativo al mobiliario y decoración de los palacios imperiales) corría a cargo de Francisco José. La asignación anual de que Sissi iba a disponer tras ser coronada emperatriz de Austria era cinco veces mayor que la de la archiduquesa Sofía.

En su última visita a Munich antes de contraer matrimonio, Francisco José entregó a su prometida una valiosa joya que debía lucir el día de la boda. Era una diadema de ópalos y brillantes a juego con el collar y los pendientes, obsequio de Sofía. Por el momento, Sissi no podía quejarse de la forma en que su futura suegra se comportaba con ella. Además de espléndidos regalos, la archiduquesa se volcó en decorar con el máximo lujo la vivienda destinada a los recién casados. El juego de tocador de Sissi era de oro macizo. Sofía decoró los aposentos del apartamento imperial con numerosos tesoros artísticos, cuadros, objetos de plata, porcelanas chinas, estatuas y relojes provenientes de las diversas colecciones privadas de la Casa Imperial.

Cuando Sissi escribió una carta a su futura suegra para darle las gracias por todas las atenciones, a ésta no le gustó el tono de familiaridad que empleó y así se lo hizo saber a su hijo. Francisco José le dijo al respecto a Sissi: «No estaría bien que yo, su hijo verdadero, la tratase de usted pero todos los demás tienen que tratar a mi madre con el respeto y la consideración que merece por su edad y condición». Aquel incidente hirió su sensibilidad y le dejó un amargo recuerdo. Era solamente el comienzo de una relación imposible con su suegra marcada por las constantes desavenencias. Su tía y suegra Sofía de Baviera no iba a ser para ella una «segunda madre» como tanto deseaba Ludovica, sino su peor enemiga en la corte. 

En los días previos a la boda, el ajuar de la futura emperatriz quedó listo y fue enviado en veinticinco baúles a la corte de Viena. En el meticuloso inventario que se hizo de todas sus pertenencias queda patente que la novia del emperador no era lo que se consideraba entonces «un buen partido». La mayoría de las joyas que Sissi llevó consigo eran regalo del novio y de su suegra con ocasión de la petición de mano. Las damas de la corte pronto comenzarían a juzgar, a la vista de tan modesto ajuar, a la futura esposa del emperador, a quien desde el primer instante consideraron «una duquesa bávara sin fortuna ni alcurnia».

Para Isabel, que sólo tenía dieciséis años y pasaba sus días corriendo en zuecos libremente por los bosques y parques de Possenhofen, semejante ajuar representaba un lujo hasta entonces desconocido. Acostumbrada a una vida sencilla en el campo, la visión de aquellos elegantes vestidos de raso, de tul o de seda junto a tocados de plumas, encajes y perlas, y sus correspondientes corpiños y miriñaques, le pareció un sueño. El sueño infantil pronto se convirtió en pesadilla, pues a Sissi, que odiaba la altanería aristocrática, le resultó difícil encajar en una corte tan estricta y conservadora como la vienesa. El 27 de marzo de 1854, en un acto que tuvo lugar en la sala del trono del palacio ducal de Munich y en presencia de toda la corte, la princesa Isabel renunció a sus eventuales derechos al trono de Baviera. Aquel mismo día quedó fijada la fecha de la boda.

Boda 

A finales de abril la duquesa Isabel de Baviera abandonaba Munich en compañía de su madre y sus hermanas. Durante buena parte del viaje, que duró tres días enteros, apenas dejó de llorar, tal como fue testigo el enviado prusiano que escribió: «La joven duquesa, a pesar de todo el esplendor y la magnificencia de la posición que le aguarda junto a su egregio esposo, parece muy triste por verse forzada a alejarse de su familia y de su país. Y el dolor de esta separación parece proyectar una sombra de melancolía sobre su rostro…».  
Cuando el carruaje llegó a orillas del Danubio, les aguardaba un majestuoso vapor fluvial —el Francisco José—, puesto a disposición del emperador para trasladar a la comitiva nupcial. El barco estaba equipado con un lujo extraordinario: el camarote de Sissi era de terciopelo púrpura y la cubierta había sido transformada en un jardín florido con una glorieta de rosas en el centro para que la novia pudiera retirarse a descansar.


A lo largo de la travesía, miles de personas, en su mayoría pobres campesinos, se acercaron a las orillas con la esperanza de poder ver a la novia. Aunque se encontraba agotada por el fatigoso viaje, Sissi no dejó de saludar con un pañuelo de encaje y sonreír tímidamente. Aún estaban con ella su madre y sus hermanas, que intentaban entretenerla para aliviar su nerviosismo. Pero a la duquesa Ludovica, que conocía muy bien a su hija, le preocupaba verla tan pálida, silenciosa y asustada. Al llegar al embarcadero de Nussdorf, cerca de Viena, todos los pasajeros se cambiaron de ropa. La futura emperatriz de Austria fue recibida por los vieneses con grandes muestras de afecto y admiración. Autoridades, dignatarios del imperio, los miembros más destacados de la casa de Habsburgo-Lorena y aristócratas esperaban impacientes bajo un arco de flores construido para la ocasión. Sissi hizo su aparición ataviada con un vaporoso vestido de seda rosa, con un amplio miriñaque, mantilla de encaje blanco y un pequeño sombrero a juego. Antes de que el vapor atracara en el muelle, Francisco José, llevado por la impaciencia, saltó a bordo desde la orilla para saludar a su prometida.


Delante de miles de personas que se agolpaban para ver a la novia, la estrechó entre sus brazos y la besó con entusiasmo. Ante esta espontánea escena de amor, el público estalló en vítores y aplausos. Hacía mucho tiempo que los habitantes de Viena deseaban tener una emperatriz como Sissi. Ahora con este matrimonio los austríacos confiaban en que Viena recuperara su antiguo esplendor gracias al encanto y juventud de su emperatriz. Al ver al emperador tan enamorado, muchos pensaron que llegarían tiempos mejores y que, llevado por su felicidad, se mostraría menos déspota y más abierto a las reformas que tanto ansiaba el país. 


Tras abrirse paso entre la multitud la pareja imperial se subió a una carroza dorada y puso rumbo al palacio de Schönbrunn, la espléndida residencia de verano de los Habsburgo. Durante varias horas le fueron presentados, uno por uno, todos los miembros de la casa de Habsburgo —entre ellos los tres hermanos menores de su esposo, primos, tías y tíos—, así como los altos funcionarios de la corte. Tras el intercambio de los regalos de boda, Sissi se retiró a sus aposentos rendida de cansancio, pero la jornada aún no había acabado. Le quedaba por conocer a las personas que a partir de ahora estarían a su servicio en sustitución de sus damas bávaras, obligadas a regresar a Munich. Su camarera mayor era la condesa Sofía de Esterházy, nacida princesa de Liechtenstein y persona de suma confianza de la madre del emperador. Esta estirada dama de cincuenta y seis años, ceremoniosa y severa, prácticamente iba a ejercer de institutriz de la soberana. Desde el primer instante Isabel sintió un profundo desagrado hacia ella porque la consideraba una espía al servicio de su suegra. Tal como anotó un ayudante del emperador: «Por un lado trataba a la joven soberana con demasiados aires de institutriz, mientras que, por otro, veía una de sus principales tareas en iniciar a la futura esposa imperial en toda la chismografía de la alta aristocracia, por la que, naturalmente, la princesa bávara apenas  se interesaba». En cambio sus jóvenes damas de honor, encargadas de iniciarla en las costumbres y ceremonias de la corte, le resultaron bastante más simpáticas. La archiduquesa Sofía le advirtió que, como emperatriz, no debía estrechar lazos de amistad con ninguna persona de su servicio.


La casa de la emperatriz Isabel se componía, además de un secretario, de una camarera, dos doncellas, un mayordomo, un gentilhombre de entrada, cuatro lacayos, un criado y una sirvienta. Cuando ya muy avanzada la noche llegó al fin la hora de acostarse, Sissi recibió de manos de su camarera mayor un cuaderno con el siguiente epígrafe: «Ceremonial para la introducción en la Corte Imperial de Su Alteza Real la Serenísima princesa Isabel de Baviera»Debía estudiar su contenido al pie de la letra para que al día siguiente no cometiera ningún desliz y todo se desarrollara según una tradición que se mantenía inalterable desde siglos atrás.

La prometida del emperador de Austria hizo su entrada en la ciudad de Viena en una rica carroza tirada por ocho caballos blancos con las crines trenzadas y escoltada por dos lacayos vestidos de gala y peluca blanca. Sissi, acompañada por su madre la duquesa Ludovica, lucía un vaporoso vestido de color rosa bordado con hilos de plata y adornado con pequeñas guirnaldas rosas. En la cabeza portaba la diadema de brillantes regalo de su prometido. Con lágrimas en los ojos y un nudo en el estómago, Sissi llegó al que ahora sería su nuevo hogar: el impresionante Palacio Imperial de Hofburg, el edificio más grande de toda la capital. Ajena al sufrimiento y la tristeza de su futura nuera, la archiduquesa Sofía, que esperaba a la novia a la entrada del palacio en compañía de toda su familia, escribió en su diario: «El comportamiento de mi querida niña fue perfecto, lleno de dulce y graciosa dignidad».

La fastuosa boda imperial tuvo lugar en la tarde del 24 de abril de 1854 en la iglesia de los Agustinos y fue oficiada por el arzobispo de Viena. Sissi vestía un delicado vestido blanco, bordado en oro y plata y cola de encaje. En su cabello recogido lucía la diadema de brillantes y ópalos que había pertenecido a Sofía. Todos los cronistas coinciden en el insuperable boato y la magnificencia de este enlace pensado para mostrar al mundo el poderío del Imperio austríaco. Uno de los invitados, el embajador de Bélgica, dijo al respecto: «En una ciudad donde no hace mucho el espíritu revolucionario originó tantos estragos, convenía desplegar toda la grandeza y pompa monárquicas»



Fuente:
Morato, Cristina Morato, "Reinas malditas", Plaza&Janes, 2014.

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