30 ago 2011

Catalina de Aragon (Parte 1)



"Humilde y leal"

Primeros años
La historia comienza en España. El 16 de diciembre de 1485, unos meses después de la histórica batalla de Bosworth Field, en la que Enrique VII se aseguró el trono de Inglaterra, nacía una princesa, Catalina. Era hija, no de uno, sino de dos monarcas reinantes, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, los Reyes Católicos, título que les otorgó el Papa. Hubo quien se atrevió a manifestar decepción por el nacimiento de otra infanta, pues los Reyes Católicos sólo tenían un varón. Pero los Reyes Católicos sabían la importancia de tener infantas para enviar a otros reinos, aunque en el fondo Isabel y Fernando temían que su hijo muriera y se produjera la ruptura de la línea hereditaria dinástica. Fernando tenía más razones para estar preocupado, pues las mujeres no podían ocupar el trono aragonés.

El nacimiento de Catalina fue un acontecimiento feliz, aunque poco destacado. A fin de cuentas era el quinto descendiente y por añadidura niña. Las celebraciones coincidieron con las festividades navideñas. Ese jueves, día del parto, el rey Fernando ordenó hacer justas y fiestas en las calles de Alcalá como muestra de felicidad por el nuevo nacimiento. La pequeña infanta fue bautizada en el templo de la Magistral de esta ciudad por el cardenal Pedro González de Mendoza. Catalina fue llevada a bautizar envuelta en una magnífica mantilla de brocado blanco forrada de terciopelo verde que costó 52.640 maravedís.

Los Reyes Católicos

Catalina, la hija menor de Isabel y Fernando, pasó los primeros quince años de su vida (la mitad del promedio de vida de una mujer de aquella época y, según resultó, casi un tercio de la suya propia) bajo la tutela de su notable madre. La singular posición de Isabel como reina que ejercía su mandato armonizaba con esa combinación de carácter pío y éxito militar que la habían convertido en la maravilla de Europa durante la última década del siglo XV. Cuando nació Catalina, la guerra civil que había debido afrontar Isabel al acceder al trono era ya cosa del pasado. De niña Catalina tuvo la imagen no sólo de un rey y una reina que cumplían sus deberes, sino también la de una familia real floreciente. 

Catalina de Aragón

El nombre elegido para ella fue significativo. La llamaron Catalina, por una princesa inglesa, Catalina de Lancaster, abuela de Isabel. A la sangre real española y portuguesa que fluía por las venas de los hijos de Isabel se sumaba una fuerte dosis de sangre Plantagenet. La propia Isabel era descendiente por partida doble de Juan de Gante, tanto del primer matrimonio de éste con su prima Blanca de Lancaster como del segundo con Constanza de Castilla.

Los primeros años de la infancia de Catalina fueron de aventura y a veces arduos, como lo había sido el embarazo de su madre. La corte de Isabel seguía siendo poco más que un campamento. Hubo alarmas, como un incendio en la plaza fuerte, accidental o resultado de una pequeña incursión. Y Catalina estuvo presente durante una incursión mora conocida como "la escaramuza de la reina". En aquella ocasión, las damas de la corte, jóvenes y ancianas, se arrodillaron a implorar protección. No obstante, a pesar de los contratiempos, el avance de la Reconquista era inexorable. Catalina creció con el trasfondo del éxito militar. 


Educación
Isabel había llegado por accidente al trono, debido a la muerte de su hermanastro sin un heredero legítimo. Se había preparado en un apartado convento sin la preparación necesaria para un estadista, mujer u hombre, en el escenario europeo. En particular, no sabía latín, y como ése seguía siendo el idioma de la diplomacia internacional, se había visto obligada a aprenderlo de adulta. De ahí en adelante, el interés de la reina Isabel en el conocimiento y su auspicio del saber llevaron a un renacimiento general de los estudios clásicos en España y a la importación de estudiosos extranjeros, como el italiano Pedro Mártir de Anglería. Las mujeres no estuvieron excluidas de ese renacimiento. En lo que concernía a sus hijas, la reina Isabel había decidido que tuvieran todas las ventajas que a ella le habían sido negadas. 

Pedro Mártir de Anglería

En consecuencia, Catalina estudió no sólo el misal y la Biblia, sino también a los clásicos como Prudencio y Juvenal, a san Ambrosio, san Agustín, san Gregorio, san Jerónimo, a Séneca y a los historiadores latinos. Terminó hablando latín clásico con gran fluidez. Luego se pensó que le convenía tener conocimientos de derecho civil y canónico, así como de heráldica y genealogía.

Aparte de los esfuerzos intelectuales, también se cuidaron las dotes musicales, para el baile y el dibujo de Catalina, las tradicionales esferas femeninas en el Renacimiento. Pero la reina Isabel también inculcó a sus hijas otra tradición femenina más universal: el dominio de las destrezas domésticas, algo mucho más notable tal vez, ya que las que las practicaban se casarían con reyes y archiduques, no con comerciantes y agricultores. Se decía que la reina insistía en confeccionar todas las camisas del rey Fernando. Sin duda, sus hijas aprendieron a hilar, tejer y hornear pan: Catalina consideraba un deber y un derecho bordar las camisas de su esposo. Es realmente notable que la fidelidad conyugal haya sido otra característica común de las princesas europeas descendientes de Isabel la Católica. No poseían la sangre caliente de las Tudor, quienes en varias ocasiones permitieron que el corazón o los apetitos físicos se impusieran al cerebro.

Los Reyes Católicos y sus hijos mayores, Juan e Isabel

En cuanto a Fernando, su inteligencia y su habilidad para sobrevivir probablemente fueran sus mayores legados a Catalina. Había antecedentes de desequilibrio mental en la familia de Isabel. Esa tendencia se manifestaría trágicamente en una de las hermanas de Catalina, pero ella mantuvo en general los impulsos histéricos bajo estricto control; en el curso de todas sus tribulaciones conservó la sólida cordura de Fernando. Catalina admiraba mucho a su padre: la constante hostilidad de Fernando hacia Francia, por ejemplo, era una de las actitudes paternas que formaron su carácter.

Negociaciones matrimoniales
Era de esperar que las alianzas matrimoniales planeadas por el rey Fernando para sus hijos reflejaran su interés por neutralizar o, mejor aún, rodear Francia. Las piezas fundamentales en esta partida de ajedrez dinástico, con todo Europa como tablero, eran Borgoña y Austria. En 1477 sus casas se habían unido por el matrimonio de María de Borgoña con Maximiliano de Austria. El conveniente nacimiento de un hijo y una hija de esa pareja de Habsburgo, de una edad que podía conciliarse con la de una princesa y un príncipe de España, puso al alcance de Fernando una jugada brillante. En agosto de 1496, tres años después de que Maximiliano fuera nombrado emperador, la hermana de Catalina, Juana, partió hacia la corte borgoñona para casarse con el archiduque Felipe de Austria; en abril del año siguiente, su hermano Juan se casó con la archiduquesa Margarita, que había sido llevada a España. 


 Juana y Juan de Aragón, quienes casaron con Felipe y Margarita de Habsburgo

El primer matrimonio arreglado por el rey Fernando —el de su hija mayor Isabel con Alfonso de Portugal— reflejaba otra preocupación permanente. Tal como Escocia para Inglaterra, así era Portugal para España: un vecino cuya proximidad geográfica lo convertía permanentemente en un aliado potencial o en un enemigo potencial.


Isabel y María de Aragón, quienes casan con miembros de la casa real de Portugal

Luego estaba Inglaterra. A primera vista, Inglaterra era una potencia menor en comparación con el poderoso trío formado por España, Francia y el que llegó a ser el Imperio de los Habsburgo. No obstante, Inglaterra gozaba de ciertas ventajas naturales en todo juego diplomático o militar. Los mercantes españoles que deseaban llegar a Holanda, los mercantes borgoñones que se dirigían a España, necesitaban la protección de los puertos ingleses si Francia estaba cerrada para ellos. 

El verdadero problema de un matrimonio real inglés, desde el punto de vista de Fernando, era la naturaleza inestable de la nueva dinastía. En agosto de 1485, Enrique de Lancaster se había establecido en el trono inglés como Enrique VII, el primer monarca Tudor. Fue, en último término, un ascenso asegurado a punta de espada, que él esgrimió en Bosworth Fiel. Porque sin duda había otros individuos con más derecho dinástico, no sólo la muchacha con la que se casó, Isabel, hija de Eduardo IV, sino otros representantes de la casa de York.

Enrique VII

Las primeras tentativas para que se celebrara el matrimonio del hijo de Enrique, Arturo, príncipe de Gales, con la hija de Fernando, Catalina, probablemente comenzaron en 1487, cuando Arturo tenía menos de un año y Catalina aún no había cumplido dos. En apariencia, hubo un firme progreso. En abril de 1488 se le encomendó al doctor Rodrigo Gonzáles de Puebla que redactara un tratado de matrimonio con los comisionados del rey inglés. 

Hubo también mucho regocijo cortesano, en particular por parte inglesa. En julio, por ejemplo, Enrique VII felicitaba exageradamente a Fernando e Isabel por su último éxito contra los moros. Desde Londres, De Puebla escribió que el rey inglés estalló en un espontáneo Te Deum laudamus cuando se tocó el tema del matrimonio y de la alianza. La reacción española fue un tanto más fría. No entraba en los planes políticos de Fernando, casar a una de sus bien instruidas embajadoras con un miembro de "una familia que cualquier día podía ser expulsada de Inglaterra", según expresó él mismo con ironía. No obstante, para Enrique VII el matrimonio era lo suficientemente valioso como para tragarse uno o dos insultos corteses. El posterior Tratado de Medina del Campo, en marzo de 1489, fue su primer avance importante en términos de una alianza europea. Era esencial para Enrique que los pretendientes de la casa de York ya no obtuvieran refugio en suelo español, y tanto a Fernando como a Enrique los aliviaba estar unidos contra los franceses.



Catalina de Aragón tenía poco más de tres años en la época de Medina del Campo. Cuando estudiaba la historia de sus antepasados ingleses no aprendía oscuras leyendas sino elementos con los que forjarse una idea acerca de cuál podía ser su propio futuro como princesa de Gales. Las negociaciones para el compromiso de la joven pareja no se iniciaron hasta finales de 1496, poco antes de que Catalina cumpliera once años.


Arturo Tudor

En enero de 1497, la joven infanta encomendó al doctor De Puebla que la representara en su compromiso. En consecuencia, el siguiente mes de agosto, Arturo y Catalina se comprometieron formalmente en Woodstock y De Puebla actuó en representación de Catalina. A partir de ese momento, la infanta sería oficialmente princesa de Gales. 

Princesa de Gales
Una de las cuestiones molestas que planteaban los tratados matrimoniales entre jóvenes príncipes era cuándo y en qué etapa del desarrollo debía la princesa prometida partir hacia el país de su futuro esposo. Eso, a su vez, se relacionaba con el tema de la entrega de su dote, algo siempre fastidioso, en especial para padres como Fernando de Aragón y Enrique VII.

Una serie de instrucciones sobre la vida en la corte inglesa fueron despachadas a la "princesa de Gales" por su futura suegra y la mujer que era la reina madre en todo menos en el nombre, Margarita de Beaufort. Catalina debía tratar de aprender francés hablándolo con su cuñada, la archiduquesa Margarita, para poder conversar en ese idioma cuando fuera a Inglaterra.


La petición siguiente era que Catalina se acostumbrara a beber vino. "El agua de Inglaterra —escribió con tristeza Isabel de York— no es potable y, aunque lo fuera, el clima no permitiría beberla".
El domingo de Pentecostés —19 de mayo— de 1499, se celebró la primera de las ceremonias nupciales que unirían a Arturo con Catalina, a las nueve de la mañana después de misa, en el Bewdley Palace de Worcestershire. De Puebla, obedeciendo las pautas de la época, representaba el papel de la novia; no sólo tomó la mano derecha del príncipe en la propia y estuvo sentado a la derecha del rey en el banquete que siguió, sino que también metió una pierna de manera simbólica en la cama matrimonial real, como establecía la ley. 
Finalmente se convino, en el curso del año 1500, que Catalina debía iniciar su viaje hacia Inglaterra poco después de su decimosexto cumpleaños. Pero la familia real de España, durante ese último año de la crucial adolescencia de Catalina, era muy diferente de la confiada unidad en que ella había sido criada. Fernando e Isabel habían sido golpeados por una serie de terribles tragedias personales, desastres familiares que destruyeron ademas la política europea de Fernando. La primera fue la peor. En octubre de 1497, el adorado hermano de Catalina, el príncipe Juan, murió tras una breve enfermedad. "Así decayó la esperanza de toda España", escribió Pedro Mártir. 

Hubo otros contratiempos: un nuevo levantamiento moro amenazó la despedida de Fernando de su hija menor. Una de las últimas paradas de Catalina, antes de embarcarse en La Coruña el 17 de agosto, fue en Santiago de Compostela, donde pasó la noche orando en el templo consagrado a san Jacobo. Pero sus oraciones no sirvieron para ahorrarle otro desastre una vez a bordo de la nave. Una feroz tormenta en la bahía de Vizcaya la llevó de regreso a las costas españolas. No fue hasta fines de septiembre que Catalina pudo volver a embarcar hacia una Inglaterra cada vez más impaciente por su llegada. 

Después no faltarían cronistas que afirmaran que el problemático futuro de Catalina había sido presagiado por esos vientos inoportunos. Se dice que la propia Catalina comentó, a la vista del resultado de su primer matrimonio, que "esa tempestad auguraba alguna calamidad". Pero como las tormentas en la bahía de Vizcaya no constituían ninguna rareza, probablemente Catalina sufriera más por "la fatiga causada por un mar furioso", como lo expresó Enrique VII, que por el peso de los presagios. El segundo viaje no fue demasiado tranquilo pero al menos se completó. El 2 de octubre de 1501 llegó a Plymouth Sound la pequeña flota enviada a escoltar a la princesa de Gales a Inglaterra.

"La princesa no habría sido recibida con mayor alegría si hubiera sido la salvadora del mundo", escribió un miembro del séquito español de Catalina. En cuanto pisó tierra firme, a pesar de su indisposición y sin tiempo para cambiarse de ropa, Catalina pidió que la llevaran a una iglesia para dar gracias por haber llegado sana y salva. Después de tantas demoras y frustraciones, la excitación del rey Enrique era comparable a la de los súbditos que animaban el corazón de Catalina en el trayecto con sus leales aclamaciones (aunque no entendía las palabras, podía apreciar la intención).


Apariencia
¿Que aspecto tenía en realidad la princesa de Gales? El rey Enrique necesitaba ver con sus propios ojos a su nuera, asegurarse de que fuera saludable, núbil y preferiblemente también bonita. El rey, que había solicitado especialmente que las damas españolas de Catalina fueran beldades, no actuaba por mera codicia de los ojos. La relación entre un buen aspecto y un buen carácter, como aquélla entre una apariencia saludable y fertilidad, era algo en lo que en mayor medida todos creían por entonces.


Pero en Dogmersfield, las exclamaciones de éxtasis mutuo cesaron de manera repentina, porque se le dijo secamente al rey que ni se le ocurriera examinar personalmente a Catalina. Como esposa castellana de noble cuna, Catalina se mantendría cubierta por un velo tanto para el esposo como para el suegro hasta que se hubiera pronunciado la solemne bendición de la ceremonia final.

Hubo una momentánea desavenencia entre el monarca inglés y una formidable matriarca española llamada doña Elvira Manuel, a quien la reina Isabel había encargado el cuidado de Catalina. El rey Enrique señaló que, dado que Catalina era su nuera, era en realidad una súbdita inglesa, de modo que las antiguas costumbres castellanas carecían de importancia. Al final la disputa se resolvió en favor del futuro inglés de Catalina en oposición a su pasado castellano. El velo se levantó. Catalina hizo una profunda reverencia en un gesto de simbólica obediencia al rey inglés.


Con una mezcla de alivio y deleite, el rey pudo decir de Catalina: "Mucho admiré su belleza, así como sus modales agradables y dignos". El príncipe de Gales, obedientemente, siguió el ejemplo. En su vida había sentido tanta alegría, les escribió a sus padres políticos unas semanas más tarde, como cuando contempló "el dulce rostro de su esposa"

Aun si se tiene en cuenta la exageración diplomática, no cabe duda de que Catalina, en vísperas de su decimosexto cumpleaños, poseía una belleza juvenil y fresca que encantaba a los observadores, no solo a los miembros de la familia de la que iba a formar parte. Sus mejillas rosadas y su piel blanca eran muy admiradas en una época en que el maquillaje era torpe, descarado y estaba mal visto. Se pensaba que una tez como la de Catalina indicaba un temperamento más sereno y alegre que la cetrina. Además, el cabello de Catalina era rubio y abundante, con reflejos rojizos, y sus rasgos bonitos y regulares en un grato rostro ovalado. 

Tomás Moro, ocho años mayor que Catalina, fue uno de los que se burlaron de los escoltas españoles de la joven como "ridículos...pigmeos etíopes, como diablos salidos del demonio" en verdadero estilo xenófobo inglés. Pero de Catalina escribió: "Nada falta en ella que debiera tener la muchacha más bella". Era elegante y delicada, con los movimientos gráciles de una bailarina.

Si su tez era su principal belleza, la principal desventaja de Catalina era su escasa estatura. Toda la gracia de su porte, inculcada durante muchos años en la corte castellana, no lograba disimular que era sumamente baja, diminuta. Además era gordita, pero una grata redondez en la juventud era considerada deseable en aquella época porque indicaba futura fertilidad. En contraste, la voz de Catalina era sorprendentemente grave y profunda para ser mujer, y eso sin duda contribuía a la impresión de dignidad que daba a cuantos la conocían y compensaba la falta de centímetros.

La infanta Catalina llegaría a Inglaterra fortalecida por el ejemplo y consejos de su madre, Isabel la Católica. A pesar de la reiterada petición de la corte inglesa, la reina Isabel retuvo y cobijó a su hija menor como no lo había hecho con ninguna de las hermanas. Era la menor y la más semejante a su madre en el parecido físico, en su inteligencia y fortaleza moral.





Bibliografia                                                                                         Fraser, Antonia: Las Seis Esposas de Enrique VIII, Ediciones B, Barcelona, 2007.


Tremlett, Giles. Catalina de Aragón, Reina de Inglaterra. Editorial Crítica , S.L. 2012 


Ulargui, Luis. Catalina de Aragón. 2004 Random House Mondadori S.A

Pérez Martín María Jesús, "María Tudor. La gran reina desconocida", Ediciones RIALP, 2008.

5 comentarios:

  1. El supuesto fantasma de Ana Bolena ha sido visto en numerosas ocasiones por la torre a lo largo de su siglos. Yo pienso que es un cuento para atraer a turistas, pero es que hay fotos y todo. Increíble. Aunque sigo sin creérmelo claro, a pesar de que Ana no me cae mal.

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  2. Ojala en España Juana hubiera tenido la personalidad de su hermana Catalina, ya que le importaba mas la bragueta de Felipe el Hermoso que los asuntos de Estado.

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  3. Incluso Juana llego a descuidar a sus hijos por estar detrás de Felipe. Sin duda, Juana no poseía el carácter de Catalina.

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  4. Lastima que Juana no fue la que se caso con Enrique. Porque no iba a darle tiempo a tener otras aventuras amorosas je je je.

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  5. jaja si me imagino el tipo de esposa que hubiera sido Juana para Enrique. El estaría más que satisfecho. Incluso Enrique VII pensó en casarse con Juana pues ella tenía una generosa fertilidad, pero pues ella estaba muy trastornada por la muerte de su esposo.

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